Yo fui uno de los primeros en llegar al cementerio de El Pardo, poco antes de las ocho. De vez en cuando me acuclillaba para descansar un poco las piernas. No me atrevía a dejar mi lugar porque desde allí podía ver todo lo que entraba y salía. Además, aquel era el mejor ángulo para tomar fotos más o menos aceptables.
Anclados en aquel camposanto madrileño, esperábamos a que sacaran el ataúd. Nadie se movía, nadie hablaba, pero yo sabía que era cuestión de tiempo para que la falta de estí-mulos provocara un cortocircuito en nuestras cabezas. Nos dijeron que empezarían a las diez de la mañana. Eran casi las once y seguíamos esperando, amontonados frente al portón de la tumba. En primera fila, nosotros, los periodistas. Respirándonos en la nuca se encontraban los funcionarios de ambos países y los familiares del difunto. Al final, todavía más apiñados y sin...