Había que ver con qué habilidad Patricio de Belén paraba rodeo, cómo marcaba los animales, cómo jamás se caía del potro cuando domaba, cómo desjarretaba las reses a todo galope; sí, había que verlo haciendo todo eso para creer lo que decían de él en la estancia de Las Vacas. Era tan excepcional y tan diestro; tan personal y a la vez tan paradigmático fue su drama existencial que quiero contar su historia, pero no es nada fácil hacerlo porque la vida de un esclavo negro como él se pierde en el silencio del tiempo de los pobres y de los descastados. El olvido fue, sin embargo, menos esquivo con Patricio. Por la posición excepcional que alcanzó en aquella explotación rural su nombre y algunos fragmentos de su vida logragron emerger del anonimato. La correspondencia de los administradores de Las Vacas lo menciona con alguna frecuencia, sus amos dejaron escritas las instrucciones que le dieron, y el propio Patricio dictó varias cartas (era analfabeto, por cierto) en las que su voz parece escucharse detrás de la primitiva escritura de ese comedido amanuense suyo que era apenas algo más instruido que él.1
Pero hay muchos puntos oscuros en su biografía, como el del lugar y la fecha de su nacimiento. Hubiera sido inútil averiguar, cuanto menos, el año preciso en que nació preguntándole su edad, pues Patricio, como muchos hombres de las clases subalternas, seguramente ignoraba la suya. Hacia 1791 quienes lo conocían le daban unos cuarenta años, pero ese dato no es para nada seguro.2 En cuanto a la otra de las incógnitas, el lugar que lo vio nacer, tengo para mí que era ladino, más aún, sospecho que era oriental y que llegó al mundo en la misma estancia cuando era de los jesuitas. Si fue esclavo de los jesuitas, como parece probable (la compañía de Jesús agrupaba a sus esclavos en familias, y Patricio tenía la suya) también lo es que cuando, después de la expulsión, los betlemitas se hicieron cargo de aquel dominio rural debieron rebautizarlo añadiendo, como era su costumbre, el nombre de Belén al que ya tenía. Lo cierto es que Patricio de Belén no era el único capataz de Las Vacas, pero sin duda era el mejor, el más respetado, el más hábil para hacerse obedecer y el más puntual en el cumplimiento de sus tareas. Es casi seguro que por eso mismo lo pusieron al frente del puesto más codiciado, el “de la casa” donde estaba el casco del establecimiento y la capilla.
No estaba solo, como otros esclavos. Era casado. Su mujer, la parda libre Francisca Ximénez, no le había dado hijos, pero tenía dos hermanos sirviendo allí mismo: uno muy enigmático del que sólo sabemos su nombre, Fernando, y otro que era su contracara. Lorenzo era, en efecto, rebelde y huidor. Patricio y Lorenzo encarnaban así las dos respuestas existenciales más extremas y claramente contrapuestas a la esclavitud, el “buen esclavo” que busca superarse y construye una vida llena de sentido a partir de los intersticios que le deja el sistema esclavista y el que se resiste invertebrada, intermitente e individualmente a su condición servil llegando, a veces, hasta el doloroso límite de su marginación social. A diferencia de Patricio, Lorenzo simplemente no se hallaba en Las Vacas ni en ninguna otra parte donde le dieran órdenes y lo obligaran a trabajar.
El mundo de Patricio
La estancia de Las Vacas estaba entonces en poder de la Hermandad de la Caridad, una institución de beneficencia porteña regenteada mayormente por comerciantes que costeaba y administraba el Hospital de Mujeres de Buenos Aires y una casa de niñas huérfanas.3 Había por lo menos siete puestos más en ese vasto fundo rural de unas 40 leguas, puestos donde pastaban inmensos rebaños de vacunos mansos y alzados.4 Allí se los sacrificaba para extraerles el cuero, la grasa y el sebo que luego se vendían en el mercado.5 También estaba la umbrosa huerta donde se erguían numerosos árboles frutales y menudeaban las hortalizas y la chacra donde asomaban los trigales. Recortándose en el horizonte, podían divisarse los manchones de monte que salpicaban la heredad. Jaurías de perros cimarrones corrían por aquellos campos que lindaban al oeste con el Río de la Plata, con el arroyo de Las Vacas por el norte y con el Río San Juan por el sur, en la Banda Oriental.
Trabajaban en la estancia más de una veintena de esclavos y numerosos peones de largas e hirsutas melenas. Algunos eran indios tapes que cortaban leña semidesnudos en el monte. No tenían fama de jugadores, no necesitaban casi nada, se contentaban—aseguraba un administrador de la estancia—con una ración de yerba y un poco de carne. La ropa que les daban a cuenta del salario les duraba una eternidad, a diferencia de los peones de a caballo, esos levantiscos conchabados de “mirada torva y vengativa”, que exigían que se les pagara en plata y se jugaban hasta el poncho que tenían puesto. En fin, esa estancia perdida en la campaña uruguaya donde había que galopar largo si se la quería recorrer de punta a punta era el mundo de Patricio, el que lo vio crecer y donde ahora mandaba hombres y vigilaba ganados.
El capataz mayor de la estancia, Ramírez Villegas, un chileno, lo consideraba su brazo derecho. No dejaba así de destacar “su celo y atibidad”, “su fidelidad a la casa”.6 Pero Villegas no era el único protector de Patricio, había alguien aún más encumbrado que no dejaba pasar oportunidad sin elogiar a su subordinado: don Florencio García, el administrador de la estancia. García era un hombre algo simple y tenía cierta experiencia en el rústico arte de administrar campos de manera que sabía valorar los servicios de un buen capataz. Sospecho además que García y Patricio eran, de alguna manera y quizás tácitamente, aliados en ese mundo de intrigas en que vivían los capataces. Se respetaban y necesitaban mutuamente. García se apoyaba en la formidable destreza de Patricio y éste en el poder de aquél.7
De capataz a capataz mayor
Fue la desidia de Villegas la que apuró su fin y la que inesperadamente abrió el camino de Patricio hacia una posición que seguramente nunca soñó en alcanzar. El capataz mayor chileno, insistía el rumor, cumplía muy mal su papel. Se lo acusaba, entre otras cosas, de dejar la estancia sin caballadas.8 Cuando a mediados de 1791 el nuevo hermano mayor de la Caridad, el comerciante español don Francisco Cabrera, llegó en visita de inspección a la estancia y comprobó personalmente el desquicio reinante, la suerte de Villegas quedó echada. Fue simplemente despedido.
Circulaba entonces la versión de que el hermano mayor pensaba designar a un esclavo negro para ocupar el puesto que quedaba vacante. Ese negro era nada menos que Patricio de Belén, el capataz del que todos hablaban.
Cabrera estaba al tanto de las aptitudes del fiel esclavo cuando llegó a Las Vacas. “No le falta más que el color de Ramírez”—escribía a sus pares de la hermandad—“para ser mejor y más hábil capataz que él”.9 Acaso aconsejado por García, que probablemente hizo también de mediador, Cabrera se avino a negociar con Patricio las condiciones bajo las cuales éste se haría cargo del puesto de capataz mayor. Negociar sí, porque Patricio no estaba dispuesto a dejar pasar esta oportunidad para involucrar a Cabrera en un acuerdo que estaba convencido, beneficiaba a ambas partes y podía, por ello mismo, despertar el interés de aquél.
Así el negro acercó al hermano mayor dos propuestas en las que astutamente ofrecía cosas que podían interesar a la hermandad y pedía a cambio cosas que le interesaban muchísimo a él.
En la primera propuesta el futuro capataz mayor ofrecía tener entre agosto de 1791 y marzo del año siguiente, cien caballos “enfrenados”, doscientos redomones y cien bueyes mansos “con sólo el número de peones que tiene la estancia”. Además, se comprometía a herrar todos los ganados de los rodeos de dos puestos de la estancia y si le alcanzaba el tiempo a marcar los rodeos de otros dos puestos. También prometía aumentar el número de ganado de rodeo y del alzado. Para cumplir con su propuesta Patricio reclamaba a la hermandad que lo dejasen “gobernar y dirigir todas las faenas y labores de campo, escoger y despedir los peones sin que nadie se entrometa a alterar sus disposiciones porque de otro modo no podrá cumplir lo que promete”. Es probable que Cabrera se viera venir lo que Patricio le iba a pedir a cambio de todo ésto; la compra de su libertad. Su esposa ya había reunido, con su trabajo, los trescientos pesos que el capataz negro ofertaba por su manumisión.10
Pero éso no era todo; el esclavo estaba dispuesto a apostar más fuerte aún. Si la hermandad quería, él proponía “enfrenar”, en un plazo de tres años, cien caballos, doscientos redomones y cien bueyes mansos por año y herrar todo el ganado de rodeo que tenía la estancia. La oferta era tentadora para la hermandad, implicaba para Patricio un esfuerzo descomunal y una posibilidad nada remota de fracasar en el intento, pero si Cabrera y sus empleadores aceptaban esta otra propuesta debían ahora prometerle que le darían la libertad gratuitamente pues, argumentaba Patricio, en esos tres años habría pagado con su trabajo los trescientos pesos que creía valer. Una vez libre proponía que se lo dejase de capataz con un salario de ocho pesos al mes, una paga, en suma, como la que recibía el resto de los capataces.
Al asegurarse un empleo Patricio resolvía así el problema de cómo ganarse la vida cuando quedara en libertad. Claro que la hermandad podía hacer aún algo más por él, podía, si quería, confirmarlo en su puesto de capataz mayor una vez manumitido y él se “contentaría” con ganar doce pesos al mes comprometiéndose a trabajar en la estancia “toda su vida”. Para atraer a su juego a Cabrera y obtener su confirmación como capataz mayor luego de vencido el plazo de tres años, Patricio proponía servir simultáneamente de capataz del puesto principal de la estancia por sólo un peso más de sueldo y a condición de que se le dejara elegir sus peones.11
Así la hermandad prácticamente se ahorraría el salario de un capataz y todos saldrían ganando con el acuerdo, insinuaba el esclavo al seguramente azorado Cabrera. Para cerrar el trato, Patricio necesitaba un garante y don Florencio García se ofreció de inmediato para serlo. García arriesgaba poco y nada, confiaba en la destreza de Patricio y si éste lograba cumplir con todo lo prometido, la estancia prosperaría y su gestión saldría bien parada. Después de todo, el grueso del trabajo caería sobre las anchas espaldas de Patricio. Si algo revelaban las propuestas y argumentos de éste era su habilidad y su capacidad para sacar partido de una oportunidad que no habría de repetirse. También ponían al desnudo esos intersticios que se abrían en las ambiguas relaciones entre amos y esclavos y que éstos podían ocupar en su propio beneficio. Revelan que, a veces, los más sometidos se las ingenian para obtener de sus opresores condiciones de vida menos degradantes.
La hermandad, aconsejada por Cabrera, aprobó la segunda propuesta de Patricio.12 El nuevo capataz mayor de la estancia de Las Vacas era, a partir de ahora, un esclavo negro. Si cumplía con lo pactado, en 1795 quedaría en libertad. Podía contratar y despedir peones por su cuenta, pero debía mantener informado al administrador de sus decisiones y no estaba autorizado a emplear más personal que el acostumbrado.
Cualquiera podría creer que Patricio estaba contento con el arreglo que acababa de aprobarse; se habían aceptado sus términos, había ganado un buen ascenso—era ahora el hombre más importante en Las Vacas después del administrador y su ayudante—y tenía siete capataces a sus órdenes. Además, podía quedar libre en poco tiempo. Sin embargo, Patricio vacilaba, pensaba que acaso había prometido demasiado y que podía fracasar. La estancia estaba crónicamente mal administrada, era poco menos que inmanejable y un par de sequías y dificultades en la contratación de personal podían echar por tierra sus planes. Al mes de aprobado el convenio, Patricio era un mar de dudas y parecía querer echarse atrás.
“En punto al contrato”—confiaba privadamente a Cabrera—“debo exponer a Vuestra Merced que no me atrevo a admitirlo temeroso que por muchos acontecimientos que se ofrecen en haciendas . . . de campaña”, no pudiera cumplir con sus promesas. Después de todo—añadía Patricio en su carta—había llegado a ese acuerdo “no sin gran trabajo y fatiga de mi persona”, y el estado de la estancia era, en ese momento, francamente lamentable por la falta de caballadas. “A Vuestra Merced no se le oculta” — le recordaba—“el estado tan deplorable en que halla esta hacienda de caballos”, y éstos eran, como todo entendido sabía, “los pies principales para sus maniobras”. Aún así Cabrera y los señores de la hermandad podían estar seguros de “que me sacrificaré del mejor cumplimiento que se me ordene y sea más útil a esta Hacienda según mi corta práctica”. Su manumisión bien valía todo este esfuerzo. “Vuestra Merced”—termina rogando—“se sirva hacer todo lo posible para alcanzar mi deseada libertad”.13
Patricio había confiado a Cabrera, su nuevo e influyente valedor, sus dudas pero se cuidó bien de planteárselas al nuevo hermano mayor, don Martín de Altolaguirre. En la carta que envió a éste, prometía esmerarse en cumplir con lo acordado. “Pido a mi creador salud y acierto en mis operaciones para poder dar cumplimiento en el cargo [de capataz mayor]”, le decía, y agregaba “que mi deseo será multiplicar todas las haciendas de esta Estancia en gran grado y no moveré . . . cosa alguna sin consultarlo con el administrador”. Era todo lo que el hermano mayor quería oír del flamante capataz mayor.14
“Aunque [soy un] pobre negro”—le había asegurado Patricio a Altolaguirre en el primer párrafo de su carta—“Vuestra Merced no vibe engañado”.15 Patricio vivía traumáticamente su identidad racial; desde que tenía uso de razón le habían enseñado que el color de su piel lo descalificaba, que ser negro era ser inferior, que un negro era precisamente eso, “un pobre negro”, un pobre hombre destituido de las aptitudes y derechos que tenían los que, como españoles, integraban las filas de la “gente decente”, de la “gente de razón”; ser negro, le habían dicho, era ser torpe y limitado, vil y destinado a servir. El tema de su negritud vuelve una y otra vez en su correspondencia. “Quedar yo en mi color como negro que soy”, le había escrito a Cabrera; es decir, quedar expuesto en toda su degradada condición. Pero como veremos, si Patricio parece aceptar lo que la sociedad colonial le había enseñado a creer acerca de los negros como él, o finge hacerlo, si recoge el prejuicio, la verdad es que lo hace torturadamente, a regañadientes y sin que ello logre vulnerar su autoestima.
Ser capataz
El capataz era una pieza clave en la simple estructura de poder de la estancia rioplatense, clave porque estaba allí para asegurar su funcionamiento cotidiano. Un capataz confiable era, pues, el mejor reaseguro que tenía el estanciero de que sus órdenes serían cumplidas y que sus campos estaban en buenas manos. Indios hispanizados, españoles y negros esclavos como el propio Patricio ocuparon el puesto. No cualquier esclavo, sin embargo. Para aspirar a capataz había que ser leal y diestro en las faenas de campo, y exhibir dotes de liderazgo. No era un empleo para esclavos jóvenes o para los “bozales”, los recién llegados de Africa. Los capataces esclavos se reclutaban entre los negros ladinos que habían pasado ya los treinta años.16
Sus tareas variaban según su número y éste según el tamaño y la complejidad de la explotación. En los campos más pequeños, cuando reinaba solo y lejos de la mirada del patrón, ausente en la ciudad, sus funciones eran parecidas a las de un mayordomo; contrataba y vigilaba al personal, pagaba los salarios y distribuía las raciones de los esclavos; y si trabajaba a la par de sus subordinados y supervisaba los rebaños también, de alguna manera, administraba la estancia a su cargo.17
Las estancias grandes, en cambio, daban trabajo a varios de ellos y allí su poder era más acotado. En Las Vacas llegó a haber ocho ocupados simultáneamente; en rigor cada puesto tenía su propio capataz. Cuando Patricio era simplemente uno más, antes de ser ascendido, tenía como todos ellos que castrar toros y parar rodeo al ganado que pastaba en su puesto, domar potros y extraer cueros de los vacunos alzados y mansos que se faenaran. También debía vigilar a la peonada, tenerla permanentemente ocupada, impedir que corriera yeguas o lastimara con aperos inadecuados a los caballos. En los días de lluvia el personal era ocupado en reparar los ranchos y cortar palos para los galpones y los corrales. Los capataces habían además recibido la orden ahuyentar a los changadores, esos gauchos sueltos que hacían faenas clandestinas de ganado para vender su cuero a algún pulpero inescrupuloso de la campaña y tenían, desde luego, que presentarse periódicamente en el casco de la estancia para rendir cuentas al administrador.18
La mayoría de los esclavos vivía su designación como capataz como lo que realmente era y quería ser: un ascenso que implicaba un poder y hasta un status que no por modesto dejaba de ser algo más elevado. Para los capataces libres el puesto suponía un salario más alto; para los esclavos suponía privilegios, sin duda menores, pero que no pasaban inadvertidos para sus subordinados: una vivienda algo menos miserable, una ración mayor de tabaco y acaso también un vestuario más completo que el que recibía el resto de los esclavos.19 Estas diferencias que parecían insignificantes no lo eran para los capataces y sus dependientes; representaban, en efecto, signos que simbolizaban una condición algo más respetable que la del resto de los trabajadores, signos en que el capataz creía ver reflejado su poder, que socavaban su solidaridad étnica y de grupo. Quienes lo obedecían, por su parte, reconocían en esos signos, precisamente, los de la autoridad que aquel tenía sobre ellos.
Desde mediados de 1791, Patricio era algo más que un capataz, era ahora capataz mayor. Resultaba, pues, esperable que se le asignara una nueva vivienda para él y su mujer. Ambos por su parte no se cansarían de reclamarle a García que les hiciera construir una cocina.20
Los esclavos, en el mundo rural, solían tener ganado y algunos cultivos propios; era una estrategia que tenían los amos para bajar los costos de manutención, arraigar a sus esclavos y alentar su productividad. En Las Vacas, como en otras estancias, los negros llegaron a tener sembrados y animales domésticos: cerdos, gallinas y numerosos perros.21 Inclusive llegó a permitirse al capataz mayor y a los demás esclavos tener “huertecilla”.22 Patricio y el capataz Basilio—probablemente los otros también—eran dueños, además, de cinco o seis caballos.23
Las entregas de ropa rara vez olvidaban a los capataces. En mayo de 1792 Patricio recibió así, una chaqueta de sarga, dos camisas de pontevi, un sombrero, un gorro de pisón, un calzón de tripe y dos ponchos.24 No era raro, además, que los estancieros dejaran caer en manos de sus capataces negros y demás esclavos algunas monedas de plata.25 La asignación de ropa no sólo tenía el propósito de satisfacer las necesidades de vestimenta de la servidumbre negra, también era un recurso muy empleado para premiar a los esclavos más trabajadores y productivos.26 No es extraño, pues, que Patricio se contara entre los más beneficiados por estas entregas adicionales de vestuario. Ya su antecesor en el puesto, Ramírez Villegas, pedía para aquél un par de calzones de tripe “para que se señale y vea que al que bien sirve se le premia” y García volvería a favorecerlo con nuevas asignaciones de ropa.27
Los trabajos y los días
Los esclavos de las estancias rioplatenses no estaban sometidos a los rigores y ritmos extenuantes que agobiaban a los que trabajaban en las plantaciones de azúcar. La ganadería en aquellos campos sin cercos ponía condiciones de trabajo más tolerables. A caballo y con su cuchillo calzado en la cintura, el esclavo de las llanuras del Río de la Plata estaba dotado de una gran libertad de movimiento y cierta autonomía; pasaba largas horas fuera de la mirada escrutadora del amo y no trabajaba contra el reloj como el del ingenio en tiempo de la zafra. Más aún en Las Vacas, y seguramente en otros dominios rurales, cuando el sol del estío apretaba estaba autorizado a dormir una siesta de dos horas.
La rica y nutritiva carne de vaca era poco menos que habitual en las comidas de la servidumbre negra de las estancias. Además, recibían una ración de tabaco—los esclavos como los gauchos podían ser fumadores empedernidos—y salvo la doma de potros ninguna de las otras actividades que realizaban ponían en serio peligro la integridad física. Y la verdad es que hacían todo y de todo; además de servir de capataces, levantaban la cosecha, marcaban, pastoreaban, faenaban y apartaban el ganado, amansaban potros, cuidaban los cultivos de la huerta, cocinaban y servían la mesa del amo.28
Al ser promovido a capataz mayor, Patricio ocupaba, sin embargo, una posición que ningún esclavo había alcanzado antes en Las Vacas. ¿Qué tareas esperaban de él sus amos de la Hermandad de la Caridad? Ante todo debía “entablar” las crías de yeguas del puesto de San Francisco, en otras palabras tenía que formar tropillas con ellas. Para ello tenía que recogerlas y pararles rodeo asiduamente, además de marcarlas y separar los caballos que pastaban en otros puestos. Una vez hecho ésto, Patricio comenzaría a herrar el ganado de rodeo e iniciar la recogida de los vacunos que vagaban en otros parajes de la estancia. Cuando contara con un número adecuado de caballos, organizaría la “cogida” de los ganados que pacían en “las puntas de Juan González”, uno de los límites del establecimiento aunque dejaría en plena libertad los que se encontraban reunidos en las rinconadas de la propiedad.
El capataz mayor debía, además, vigilar los bueyes y amansar con su gente los toros y los novillos. No era tarea menos importante la de supervisar y promover la doma de potros y dirigir los apartes de ganado en tiempos de yerra, ésto es separar los ganados propios de los ajenos. Las yeguas alzadas, “bagualas”, causaban grandes trastornos arrastrando los rodeos detrás suyo, de manera que Patricio y el personal habían recibido la orden de perseguirlas sin tregua valiéndose de un “señuelo” que las atrajera. Una vez encerradas en el corral, había que separar los caballos mansos y degollar el resto. En suma, Patricio debía aumentar los rodeos de la estancia y, como regla general, trabajar en completo acuerdo con el administrador.29
El día empezaba bien temprano para los capataces. En las estancias administradas por don Juan Manuel de Rosas en la provincia de Buenos Aires, los capataces, por ejemplo, debían estar en pie antes del alba.30 Patricio, como todo buen capataz, debió ser madrugador. En la estancia de Las Vacas, y no sólo en ella, la jornada de trabajo duraba hasta la caída del sol y era sólo interrumpida por la siesta, que todos dormían.
Las actividades en la estancia eran múltiples. Algunas eran temporarias—como la yerra, la castración, la siembra, la cosecha y los apartes —otras se realizaban durante todo el año o buena parte de él, como la faena de cueros y la práctica de parar rodeo. La doma de potros debía hacerse, en cambio, en los meses frescos del año.
La yerra era el gran evento social de la ganadería rioplatense; los entendidos aconsejaban realizarla entre mayo y septiembre, antes de la parición.31 Acudían a ella todos los vecinos, corría abundante el aguardiente y los peones hacían verdaderas proezas con el lazo. Peones aindiados de “mirada torva y vengativa”, nariz chata, rostros cobrizos y largos cabellos sacaban uno tras otro los animales del corral enlazándolos de las astas y tras voltearlos violentamente les aplicaban la marca candente.32
“He determinado pasar a Los Migueletes a herrar el ganado que se pueda estas dos o tres semanas y después pasar al puesto de Las Animas a lo mismo”.33 “Cuantos animales estoy marcando son orejanos”.34 “En la estancia de Los Migueletes he marcado doscientos setenta y seis toros, y vacas doscientos setenta y nueve”.35
A veces, algún vecino inescrupuloso herraba con su marca animales de la estancia, pero era raro que ese hecho pasara inadvertido para Patricio en su habitual recorrida por los puestos.
He pasado el día siete a reconocer las estancias y en la estancia de Migueletes hallé marcado al mismo pie de la madre (a un ternero) con marca ajena y el día primero o dos a más tardar hago ánimo de ir al mismo puesto a contramarcar dicho ganado llamando al mismo tiempo a los vecinos que halle por conveniente.36
La faena de cueros, una actividad central en las estancias orientales, también ponía a prueba la destreza de peones y esclavos. Patricio, seguido de diez o doce trabajadores, se ponía, entonces, en movimiento. Uno de ellos se adelantaba a todo galope y con una filosa medialuna—cuchilla engastada en un asta—desjarretaba uno tras otro los vacunos que encontraba en su paso mientras los otros deshollaban el animal caído, le extraían el cuero primero y luego el sebo y la grasa.37 Los cueros eran después estaqueados y más tarde apilados bajo techo. “Por lo que Vuestra Merced me dice que ponga los cueros en la calera ya los tengo todos . . . están desgarrados y limpios”.38
Parar rodeo era una de las actividades infaltables en la ganadería colonial. Por lo menos dos veces a la semana podía verse a Patricio y a uno o dos peones, a veces esclavos, reunir, a galope largo y dando gritos ensordecedores, el ganado disperso en un sector del puesto, marcado y abierto. Luego de mantenerlo junto por un tiempo, se lo dejaba en libertad.39 Las recogidas de los vacunos alzados que deambulaban por la estancia era otra de las tareas que se le habían confiado. “Le participo he cogido doscientas cabezas de ganado”, escribía en la tibia primavera de 1793 al hermano mayor.40 En el puesto de Altario “se han cogido hasta cuatrocientas cabezas . . . y continuaré en todo según las órdenes se me dieran”.41 “Tengo acopiadas y ya domesticadas trescientas cabezas de ganado”, informaba en otra ocasión.42
Y llegaba por fin la doma de potros, esa tarea viril de la estancia colonial. Debió ser buen domador, y maestro de domadores, el negro Patricio. Bajo la mirada atenta de éste, el domador entraba al corral, enlazaba el potro, lo arrojaba al suelo, le ponía el “bocado” — una simple tira de cuero ajustada a la boca del caballo—y una vez de pie, montaba el animal que corcoveaba y echaba a correr desesperadamente sin lograr despedir al diestro jinete. Al rato regresaba el caballo agotado y vencido.43
Patricio no se cansaba de repetirle a cada domador que debía ser paciente y no enojarse con el animal. Un mal domador, le recordaba, podía sacar caballos con muchos defectos. Podía, así, si lo tiraba más de lo debido, sacar el caballo “caliente en la boca”; podía sacarlo de mala rienda si no sabía tirarlo; o quebrado en la boca si lo tironeaba. Patricio sabía que un potro no debía ser galopado con sol fuerte porque salía flojo y así salía también si se lo hacía andar mucho.44 “Tengo intención de domar algunos potros, pues hace mucho que no se ha domado”.45
Las Vacas, como otras grandes estancias, estaba plagada de perros cimarrones. Vivían en cuevas y formaban grandes jaurías que recorrían los campos solitarios y caían sobre los terneros. Aunque eran asustadizos, presentaban un aspecto feroz. Parecían galgos, eran de pelaje duro y tupido y los había de color bayo, rojizo o atigrados.46 Los perros cimarrones no daban tregua a Patricio. Se organizaban verdaderas partidas para liquidarlos. “Los perros cimarrones”—recordaba Patricio al hermano mayor—“hacen un total destrozo de suerte que todo el campo está apestado de ellos y si no se toma providencia de minorarlos, sin duda se seguirá gran daño a la hacienda”.47
Sí, las tareas confiadas al capataz mayor y su gente eran múltiples y no le daban tregua; “tengo quinientos cueros, estoy herrando en San Francisco y también estoy cojiendo potros para hacer caballos y matando perros”.48
Recoger ganado alzado, herrar, domar, parar rodeo, sacar cueros era mucho pero no todo lo que Patricio y sus hombres debían hacer. Tenía además que recorrer los puestos y velar por su cuidado. Siempre había algo que hacer en ellos.
Pasé asimismo al puesto de San Francisco y me causa estupor referir a Vuestra Merced lo que allí está pasando, porque tanto los ranchos como [el] corral. . . están todos desbaratados, que causa admiración ver aquel desorden y sabe Dios cómo estarán las haciendas. . . . He hecho un puesto entre Migueletes y San Francisco donde tengo empleados dos hombres para sujetar la yeguada, pues Señor si no se cuida la yeguada no puede haber caballos.49
Como todo capataz, Patricio también mandaba hombres. Llegó a tener más de treinta a sus órdenes. Sus subordinados eran, habitualmente, peones asalariados y quizá algunos esclavos como él. No era fácil hacerse obedecer por aquellos gauchos insolentes y celosos de su autonomía. Algunos de esos “reveldes”, como los calificaba el administrador José Posadas, habían sido reclutados en las pulperías de Buenos Aires y a ellas volvían cuando dejaban la estancia casi sin despedirse.50 Cargaban cuchillo y no eran pacientes con los capataces flojos o demasiado duros; Patricio los conocía bien, había crecido junto a ellos, trabajado codo a codo con ellos y sabía cómo manejarlos. Pero su poder tenía límites; la punta del facón de un peón camorrero podía de pronto obligarlo a exhibir crudamente su hombría. Así, por ejemplo, el día de Santiago, en el invierno de 1792, después de la oración, Patricio fue visto amarrando a un peón que se había emborrachado. “Por desvergonzado,” le explicó al administrador que observaba la escena, “lo he de amarrar solo con mis muchachos”. El peón, sin embargo, no se dejó reducir y extrajo de la cintura su largo cuchillo logrando hacerle un tajo a Patricio que contraatacó con el suyo. Los dos, el capataz y el peón, quedaron heridos y hubo que recurrir a los servicios de un curandero.51 Patricio no se había acobardado, no se podía desafiar su autoridad impunemente.
A los peones les gustaba jugar y estirar lo más posible sus ratos de ocio así como los intervalos que se producían entre faena y faena.52 Tenían fama de vagos, aunque cuando trabajaban los más avezados hacían maravillas. A Patricio no le gustaba que los trabajadores permanecieran inactivos y los tenía permanentemente ocupados; después de recoger la torada, por ejemplo, los ponía a domar y luego, sin darles mucha tregua, les hacía sacar cueros y recoger potros alzados.53 Pero había algo que ponía de mal humor a los peones, el atraso en la paga, o el intento de más de un estanciero de escamotearles el dinero en efectivo y pagarles todo su salario en especies sobrevaluadas.54 Cuando éso pasaba, y pasaba a menudo, Patricio sabía que ya nada podía hacer salvo escuchar paciente e impotentemente la queja de “sus muchachos” y prometerles interceder por ellos. “Toda la peonada se ha disgustado”, escribía, “por no administrarles lo que hace falta para el servicio acostumbrado y el Administrador no ha dejado cosa alguna y yo de mi parte no puedo darles cumplimiento lo que siento bastante”.55
Meses más tarde adelantaba que se proponía marcar el ganado del puesto de San Francisco “si me duran los peones porque están muy disgustados por la paga”.56
Los esclavos también lo obedecían pero Lorenzo, su propio hermano, era su mayor preocupación. Lorenzo tenía un pasado de fugas e indisciplina; era francamente inmanejable y Patricio no sabía qué hacer con él, cómo hacerlo sentar cabeza, cómo disimular sus transgresiones. “He puesto a Lorenzo de capataz en la estancia de Alterio para ver si con eso se sujetaba”, informaba al hermano mayor Altolaguirre.57 Cuando Lorenzo volvió a huir parece que fue Patricio el que lo convenció para que regresara a la estancia.58 Pero Lorenzo en verdad no quería servir en Las Vacas ni en ningún otro lugar, tenía vocación de cimarrón.
El capataz mayor trataba siempre de hacer las cosas bien, de cumplir y servir eficazmente. Tan seguro se sentía de lo que hacía que no dudaba en invitar a sus superiores a inspeccionar sus actividades. Estaba orgulloso de sus destrezas, de su impecable lealtad a la estancia. “Para mayor prueba de lo referido sírvase Vuestra Merced”—escribía ufano al hermano mayor—“si fuese su voluntad enviar a cualquier reconocedor de su satisfacción, y verá con evidencia el celo que me acompaña en reconocimiento y satisfacción de la confianza que de mí hace Vuestra Merced (favor que estoy deviendo)”.59
“Vea Vuestra Merced”—invitaba en otra ocasión—“si hay alguna cosa mal dispuesta y si he hecho bien o mal y repréndamelo que yo como buen criado no aspiro a otra cosa más que a dar gusto a Vuestra Merced”.60
Pero las cosas eran más complicadas de lo que parecían. Ser capataz mayor implicaba no sólo supervisar subordinados y rebaños. Había que lidiar con superiores quisquillosos y a veces intrigantes, con la envidia de los otros capataces y conservar, a la vez, la buena voluntad de los distantes y todopoderosos señores de la Hermandad de la Caridad. Ser esclavo no ayudaba precisamente a salir indemne de las diminutas pero ruidosas luchas por el poder que tenían lugar en el casco de Las Vacas y tampoco a obtener el respaldo de los dueños, ya de por sí muy prevenidos por las noticias y los intencionados rumores que llegaban de lo que ocurría en un dominio rural que estaba tan lejos y río de por medio.
Patricio sabía cultivar a los empinados comerciantes de la hermandad. Su correspondencia con el hermano mayor de turno era fluida y guardaba todas las formas debidas. Nunca olvidaba despedirse con un “su más humilde criado” o con un “su criado que en todo desea servirle”. La obligada cortesía venía acompañada de oportunos y sin duda calculados saludos a su benefactor Francisco Cabrera. Tampoco dejaba de recordar a la esposa del hermano mayor. “Muchas memorias”—le escribe a Manuel de Altolaguirre —“a mi señora doña María de mi parte y de mi mujer y Vuestra Merced las tomará a medida de su deseo”. Patricio podía excederse en cortesías hacia sus amos, a veces tan deliciosamente desubicadas y reveladoras de las formas que asumía la sociabilidad de aquélla época (y de la nuestra) como esos saludos que envía en su nombre y en el de su esposa, pero no callaba su indignación cuando algún administrador o su ayudante pretendía arrojar una sombra sobre su reputación.
Mientras García fue administrador, Patricio pudo trabajar tranquilo y sentir que tenía las espaldas cubiertas. Pero en 1792, don Florencio dejó el cargo y fue reemplazado por José Posadas. Posadas era un hombre desconfiado y proclive a quejarse de sus subordinados, a echarles la culpa de los problemas que encontraba en el manejo de la estancia.61 Así explicó la caída en la producción de cueros que los hermanos le echaron en cara a la práctica, que Patricio habría consentido, de comer carne con cuero en los puestos. Contrariado pero deseoso de más información y quizá también de averiguar qué había de verdad en todo aquello, el hermano mayor Altolaguirre se apresuró a escribirle al fiel esclavo “considerando que diariamente corres los campos y visitas los tales puestos a menudo, te encargo muy particularmente me informes cuándo se contrajo la costumbre, quién la ordenó y qué causas los han motivado”.62 “Cómo puede el administrador saber que en dichos puestos se ejerce semejante desorden”—respondía indignado el capataz mayor negro—“supuesto que jamás los ha visitado ni visto, sino una vez cuando vino de administrador, por donde”—concluía airadamente—“conocerá Vuestra Merced ser falso y fingido lo que lleva [Posadas] referido a Vuestra Merced”. Más aún, el administrador no le había permitido recorrer los puestos. Antes de concluir, Patricio se desquitaba de su superior, revelando que éste se había marchado a Buenos Aires llevándose consigo novecientos cueros.63
Posadas pasó sin pena ni gloria por la administración de Las Vacas y Florencio García fue nuevamente llamado a ocupar el puesto. La alegría de Patricio ante el retorno de quien había sido de alguna manera su protector, empero, no duró mucho. No sería García, claro, el que ahora le complicaría la vida—don Florencio seguía de su lado—sino su ayudante, don Miguel González Bayo, un intrigante que al poco tiempo y como para no dejar de honrar una inveterada costumbre en Las Vacas se trabó en una ruidosa lucha por el poder con su superior inmediato, el mismísimo García. Bien pronto el propio Patricio se vio envuelto en la guerra de chismes que libraban entre sí el administrador y su ayudante. Como ya lo había hecho antes, don Florencio salió en defensa de su capataz mayor, pero la verdad es que Patricio no parecía necesitarla, pues se defendía bien solo.
Mi más venerado Señor: Deseoso que en ningún tiempo se diga cosa alguna del capataz de las Estancias de nuestras Huérfanas y esclavo suyo pasa a molestar la atención de Vuestra Merced este para que se sirva hacerme el favor de decirle al Segundo Administrador . . . cuáles son los desórdenes y perjuicios que yo he originado en los años que tengo el mando de capataz mayor de ellos y que estos se los exponga a Vuestra Merced.64
González Bayo se había atrevido a cuestionar lo que nadie se atrevía a negar, la capacidad del negro para el puesto que ocupaba y su reputación de obediente. Más aún parece que González Bayo tuvo la torpeza o la maldad de hablar mal de él delante de los demás esclavos. La respuesta de Patricio no se hizo esperar.
Yo he sabido que dicho Señor ha dicho en la casa cosas que aún cuando así fueran no debía decirlas supuesto que no adelantan nada con eso, y sólo si disponer lo que hallase por más conveniente, sin manifestar a los demás criados, porque éstos crían alas y si hasta aquí han rehusado hacer lo que yo les mande ahora con esto enteramente me han de responder que no quieren pues necesitan poco para hacerlo así.65
Los esclavos crían alas, aseguraba por experiencia este hombre que no se sentía ya un criado como los demás, crían alas cuando un superior les habla mal de su capataz. Al descalificarlo delante del resto de los esclavos, González Bayo había cometido una falta imperdonable. En represalia, Patricio se desquitaba de aquél sembrando alarma en la hermandad. Dejaba entrever que por la indiscreta actitud de González Bayo los esclavos podían llegar a desobedecerle. Proseguía:
Por otro lado, he sabido que dicho señor dice que yo no soy capaz de ser capataz mayor. Esta razón desde luego me convence y desde luego será así, pues al fin soy negro y como suelen decir negro nunca tiene acierto, pero como yo en tantos años que hace tengo el cargo de capataz mayor y en todo este tiempo no he aspirado a otra cosa que el ordenamiento de esta casa tal vez por yerro de cuenta pudiera haberlo tenido.66
“Soy negro”—nos vuelve a recordar Patricio, irónica y dolientemente — y dicen que los negros “nunca tienen acierto”, pero a lo mejor de tanto empeño que puso para hacer las cosas correctamente éstas terminaron por salirle bien, desmintiendo así a los que viéndolo negro creían que era incapaz. Quizá los negros no eran tan incapaces después de todo, se atrevía a insinuar Patricio.
“Yo quisiera”—agregaba—“que a dicho don Miguel [González Bayo] o a otro le dieran este cargo por seis meses y en este tiempo se viera el producto que dejase a la casa”.67 Y luego le dieran el cargo a él por el mismo plazo “y ver el [producido] que yo dejo”.68 Patricio no ocultaba un profundo sentimiento de autoestima, sólo él sabía lo duro que había trabajado para ganarse la reputación de ser el mejor parando rodeo, domando potros, haciendo cueros, marcando animales y mandando hombres.
Que González Bayo, pues, probara los cargos en su contra, concluía desafiante el capataz mayor, y si se negaba o no podía hacerlo entonces
que no se meta conmigo en cosa alguna pues de lo contrario serviré como cualquier otro criado sin tanto quebradero de cabeza como hasta aquí he tenido.69
En otra misiva al hermano mayor Lezica, Patricio escribía, “siendo mi celo, anhelo, conducta, desinterés y honradez a las haciendas de mi cargo notoria . . . siniestros informes no la han de oscurecer”.70 Sin duda, siniestros informes no iban a oscurecer su ya innegable reputación de buen capataz.
El atardecer y la noche
Llegó por fin el invierno de 1795. Vencía el contrato en que Patricio se había jugado el todo por el todo para lograr su libertad. Parece que no pudo cumplir con sus términos—aunque ésto no me consta—y que perdió su gran oportunidad, pero no su empleo. La hermandad no iba a cometer la tontería de privarse de un capataz mayor tan excepcional, tan eficiente y que además le ahorraba el pago de un salario sustancial.
El rastro de Patricio empieza, a partir de entonces, a borrarse y pronto no sabremos nada de él. Parece que su esposa murió y él volvió a enamorarse. Años más tarde, en efecto, cuando había pasado acaso largamente los cincuenta años, lo vemos con ganas de volver a casarse. Una vez más su esposa sería una mujer libre, y no debió ser por casualidad.71
Corría el año 1805. Aún podía verse al ya legendario capataz mayor negro dirigir las recogidas de ganado alzado, allá a lo lejos, donde casi no alcanzaba la vista.72
Qué pasó después, cuándo y dónde murió son cosas que probablemente nunca sabremos. Quizá Artigas se cruzó en su camino y acabó siguiéndolo como tanto desheredado de la campaña oriental, porque es mentira que a José Gervasio sólo lo acompañaron los estancieros. A lo mejor murió solo, olvidado y todavía esclavo. Nada hemos sabido después de aquella tarde de 1805 en la que el administrador lo menciona por última vez en la documentación de la estancia. Acaso sea mejor así, en todo caso estamos seguros de que el propio Patricio lo hubiera preferido así, que la última imagen que conservemos de él sea la de un majestuoso esclavo negro, ya entrado en años pero aún enhiesto, que a galope tendido repunta ganado acompañado de su séquito de oscuros e indómitos gauchos.
Consideraciones finales
La imprecisa y necesariamente incompleta biografía de Patricio de Belén que acabamos de trazar nos permite, como pocas, conocer los trabajos y los días de un capataz esclavo de la frontera ganadera rioplatense a fines del período colonial. Es mucho lo que esta vida nos dice sobre la de otros esclavos como él, sobre otros capataces como él, sobre la experiencia de la esclavitud en una economía ganadera.
Sin duda, esa vida tan dinámica y tan poco regimentada que exhibía nuestro biografiado y hasta algunos de los alardes de autonomía que se permitía no pueden explicarse por completo si los disociamos de las condiciones que creaba esa economía pastoril. En los campos rioplatenses, y más aún en esas inmensas estancias de la Banda Oriental, los esclavos estaban un poco librados a su suerte. Cabalgando tras los grandes rebaños en la vastedad de la llanura, se los veía convivir con los gauchos, trabajar con ellos en la yerra y faenar el ganado con el cuchillo que el propio estanciero proveía, pero que una vez en manos del esclavo se convertía en un poderoso aliado de su autonomía. Ciertamente la ganadería extensiva creó un tipo de esclavitud muy distinto del que reinaba en los cañaverales de Bahía o Cuba. Patricio no venía del hacinamiento del barracón, de la opresión de las senzalas, de las regimentadas cuadrillas; en el rígido y estructurado mundo de la plantación donde sin embargo tampoco faltaron capataces esclavos, acaso no hubiera podido llegar tan lejos, tan lejos en todo sentido.73 Sin duda, la vida en la estancia no era un lecho de rosas; allí también sonaba el látigo y se esperaba la sumisión, pero la ganadería requería hombres de a caballo, con cierta capacidad de iniciativa y libertad de movimiento. En fin, la estancia misma hacía que sus esclavos se convirtieran, por momentos, en algo así como gauchos con amo conocido, o poco menos. Y Patricio era hijo de ese ambiente pastoril de frontera que fue la Banda Oriental a fines del orden colonial.
Sin embargo, más que el resultado de las condiciones imperantes en la ganadería extensiva rioplatense Patricio era, ante todo, un producto de sí mismo, se había hecho a sí mismo. Así, lo hemos visto moverse con habilidad-sabía negociar con sus amos y cortejar a sus protectores—y a la vez vivir y trabajar con un alto sentido de la dignidad. Sabía hablar el lenguaje obligadamente sumiso que se esperaba de un esclavo pero también reaccionar con inusual energía y altivez ante quienes buscaban difamarlo. No callaba su verdad y tenía coraje. Sin duda, sorprende verlo alzar su voz y denunciar airadamente a sus propios superiores inmediatos, que además eran hombres libres, “españoles”, y por tanto también étnica y socialmente más encumbrados que él; y si sus amos de la hermandad consienten semejante osadía era no sólo porque los informes y la lucha sorda de Patricio contra sus detractores favorecía el control, nunca muy eficaz, que aquéllos buscaban ejercer sobre sus administradores, sino también porque aquél era un hombre muy necesario para Las Vacas, un servidor cuya lealtad no era conveniente ignorar o desairar, aunque fuera un esclavo.
Patricio estaba orgulloso de ser capataz mayor, era conciente de que pocos lo igualaban en el arte de domar potros, parar rodeo, marcar ganado, vigilar los rebaños y dar órdenes a peones que no conocían el miedo ni practicaban la sumisión. Tomaba su trabajo en serio y trabajaba bien, eso lo hacía sentir útil y daba sentido a su vida. Por supuesto, no se cansaba de recordar sus servicios a la hermandad y de proclamarle su lealtad en una actitud que, en su caso, era algo más que esa estrategia de autojustificación en que solían caer mayordomos y capataces que tenían cuentas que rendir y responsabilidades que asumir. Patricio era un esclavo oprimido, pero como otros esclavos no se dejó ganar por la opresión, no se entregó inerme a su suerte. Era un esclavo, sí, pero no por eso se sentía poca cosa. Supo abrirse camino y ganarse el respeto de todos; luchó por vivir y sobrevivir y lo logró sin abandonar los que parecen haber sido códigos de conducta y vida que hizo suyos.
Lo único que, al parecer, no consiguió fue lo que buscó con más ahínco: su propia libertad, pero ni siquiera esa trágica frustración logró desviarlo de lo que creía era a la vez su obligación y mayor motivo de satisfacción: ser un buen capataz, el mejor. Todos, en efecto, siguieron elogiando su dedicación y admirables aptitudes hasta el final. No sólo hemos podido rastrear su experiencia cotidiana, sino también escuchar su voz y asomarnos a su sensibilidad. En este sentido la biografía de Patricio es aún más que un caso en la historia social de la esclavitud africana en América Latina, es todo un registro de la misma condición humana. ¿Qué duda cabe que, por momentos, Patricio hable por nosotros. Hasta cierto punto, en efecto, Patricio era alguien como nosotros, y todos nosotros somos un poco como él; sí, todos somos un poco Patricio de Belén.
Y es precisamente su vida la que hemos querido rescatar en un intento por recuperar una dimensión hasta hace poco extraviada de la historia: la dimensión individual. La vida de personas de carne y hueso, más aún, de gente común, ordinaria, anónima, se ha vuelto una vez más un objeto de estudio digno de interés. Si bien aún hoy hay quienes hacen historia social sin dejar caer el nombre de un solo trabajador o de una simple lavandera, sin rastrear vidas concretas, no parece ser esa la tendencia. Ese interés por trazar la biografía de hombres y mujeres comunes ya ha dado aportes estimables a la historiografía de América Latina.74
Pero no se trata sólo de ver en una historia individual el reflejo de tendencias y regularidades más vastas, no se trata sólo de acumular casos, se trata también de recuperar esa vida en lo que tiene de existencial, de propia, de intransferible; y eso es lo que también hemos intentado hacer en este trabajo. El individuo no es como creían los historiadores románticos, el demiurgo de la historia, pero aun así bien puede ser rescatado como víctima de ella, de fuerzas y poderes que no controla pero con los cuales se mide cotidianamente en su lucha por vivir y sobrevivir. Alguien podría decir que, desde este punto de vista, no vale la pena demorarse en reconstruir vidas como la de Patricio, pasajeras, oscuras e intranscendentes. El historiador que afirme ésto—sobre todo si es un historiador profesional—está como diciéndonos que su propia vida, la única que tiene, carece de importancia.
Agradezco los comentarios y sugerencias de Néstor Lamónica, María Luisa Mayo, Leo Garófalo y del Sr. Juan Harrington, así como el asesoramiento informático de “Kike” D’Almonte.
Esta documentación, en la que hemos basado el presente trabajo, se encuentra en los legajos de la Hermandad de la Caridad, conservados en el Archivo General de la Nación, Buenos Aires (en adelante AGN). Sólo en forma relativamente reciente comenzaron a publicarse trabajos que hablan del esclavo en el medio rural rioplatense. Al ya tradicional libro de Richard W. Slatta, Los gauchos y el ocaso de la frontera (Buenos Aires: Sudamericana, 1985), 65–67, que se ocupa, al pasar, de los esclavos en la estancia argentina de la primera mitad del siglo XIX, se añaden los trabajos de Jorge Gelman, “Sobre esclavos, peones, gauchos y campesinos: el trabajo y los trabajadores en una estancia colonial rioplatense”, en El mundo rural rioplatense a fines de la época colonial: estudios sobre producción y mano de obra, por Juan Carlos Garavaglia y Jorge Gelman (Buenos Aires: Fundación Simón Rodríguez/Ed. Biblos, 1989); Carlos A. Mayo, Estancia y sociedad en la pampa, 1740–1820 (Buenos Aires: Biblos, 1995); Marta Goldberg y Silvia Mallo, “La población africana en Buenos Aires y su campaña (1710–1850)”, Temas de Asia y Africa 2 (1993), 15–64. Estos tres últimos aportes se dieron en el marco de un renovado interés por estudiar la composición y el comportamiento de la mano de obra empleada en la ganadería del Río de la Plata colonial tardío. El tema ha sido objeto de debate, sobre todo la cuestión del peonaje rural asalariado, el gaucho y la manera en que el juego de la oferta y la demanda en el trabajo afectaban su estabilidad en el empleo. Ver Carlos A. Mayo, “Sobre peones, vagos y mal entretenidos: el dilema de la economía rural rio-platense durante la época colonial”, y “¿Una pampa sin gauchos?”; Samuel Amaral, “Trabajo y trabajadores rurales en Buenos Aires a fines del siglo XVIII”; Juan Carlos Garavaglia, “¿Existieron los gauchos?”; y Jorge Gelman, “¿Gauchos o campesinos?”, todos del Anuario del Instituto de Estudios Histórico-Sociales 2 (1987), 25–70; y también Jorge Gelman, “New Perspectives on an Old Problem and the Same Source: The Gaucho and the Rural History of the Colonial Río de la Plata,” HAHR 69:4 (Nov. 1989), 715–31; Ricardo Salvatore y Jonathan Brown, “The Old Problem of Gauchos and Rural Society”, ibid., 733–45.
Inventario de 1791, AGN, División Colonia, Sala 9-6-8-1, Hermandad de la Caridad (en adelante HC).
Sobre la Hermandad de la Caridad hay útiles referencias en Susan Migden Socolow, The Merchants of Buenos Aires, 1778–1810: Family and Commerce (New York: Cambridge Univ. Press, 1978), 95–100.
Sobre la estancia de Las Vacas se han ocupado Gelman, “Sobre esclavos”; Ricardo Salvatore y Jonathan C. Brown, “Trade and Proletarianization in Late Colonial Banda Oriental: Evidence from the Estancia de las Vacas, 1791–1805,” HAHR 67:3 (Aug. 1987), 431–59; idem, “The Old Problem of Gauchos”; Gelman, “New Perspectives”.
Gelman, “Sobre esclavos”, 48.
José Agustín Ramírez Villegas al hermano mayor de la Hermandad de la Caridad (en adelante, HM), 1791, AGN, 9-6-8-2, HC.
Los elogios de García referidos a Patricio son reiterados, por ejemplo, en García al HM, 17 de mar. de 1795, AGN, 9-6-8-3, HC. Sabemos también que Patricio "idolatraba” a García y le era fiel.
Francisco Cabrera a Pedro Vivar, 3 de jul. de 1791, AGN, 9-6-8-1, HC.
Ibid.
Propuestas de Patricio al HM, AGN, 9-6-8-1.
Ibid.
Acta de la reunión de la Hermandad del 12 de jul. de 1792, AGN, 9-6-8-1, HC.
Patricio a Francisco Cabrera, 31 de agos. de 1792, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 31 de agos. de 1792, AGN, 9-6-8-2, HC.
Ibid.
Mayo, Estancia y sociedad, 88–89.
Ibid.
Instrucciones de Altolaguirre, 1801, AGN, 9-6-8-1, HC.
Mayo, Estancia y sociedad, 120–21.
García al HM, 10 de oct. de 1791, AGN, 9-6-8-1, HC.
Mayo, Estancia y sociedad, 201–3.
Jorge Gelman, “Una región y una chacra en la campaña rioplatense: las condiciones de la producción triguera a fines de la época colonial”, en La historia agraria del Río de la Plata colonial: los establecimientos productivas, 2 vols., ed. Raúl O. Fradkin (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1993), 2:13.
García al HM, 17 de agos. de 1795, AGN, 9-6-8-3, HC.
AGN, 9-6-8-1, HC.
Juan Manuel de Rosas, Instrucciones a los mayordomos de estancias (Buenos Aires: Americana, 1942), 56. El capataz Antonio de la estancia de García de Zuñiga en Entre Ríos recibió tres pesos en dinero efectivo, entre otras cosas. AGN, Sucesiones, 5899.
Mayo, Estancia y sociedad, 199.
García al HM, 10 de nov. de 1797, AGN, 9-6-8-4, HC.
Mayo, Estancia y sociedad, 135–50.
Instrucciones al capataz mayor Patricio, 26 de mayo de 1792, AGN, 9-6-8-1, HC.
Rosas, Instrucciones, 19–20.
Es el consejo que ofrece un entendido en el Correo de Comercio (Buenos Aires), 24:1 (11 de agos. de 1810), 181.
Nos basamos en la descripción de la yerra en la Banda Oriental a fines del siglo XVIII realizada por Diego de Alvear, “Diario de la segunda partida demarcadora de límites en la América meridional,” Anales de la Biblioteca, 10 vols. (Buenos Aires: Coni Hermanos, 1900–15), 1:317. La imagen de los peones de “mirada torva y vengativa” se encuentra en Alexander Gillespie, Buenos Aires y el interior: observaciones reunidas durante una larga residencia, 1806 y 1807 . . . (Buenos Aires: Hyspamérica, 1986), 143.
Patricio al HM, 17 de jul. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 29 de jun. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 4 de agos. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Alvear, “Diario de la segunda partida”.
La descripción de la faena de cueros está tomada de ibid. Otra descripción es la que hace Fray Pedro José de Parras, Diario y derrotero de sus viajes, 1749–1753: España, Río de la Plata, Córdoba, Paraguay (Buenos Aires: Solar, 1943), 131–32.
Patricio al HM, 2 de oct. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Basado en la descripción que sobre la tarea de parar rodeo hace Félix de Azara, Viajes por la América del Sur, 2d ed. (Montevideo: n.p., 1850), 278–79.
Patricio al HM, 20 de oct. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 10 de abr. de 1795, AGN, 9-6-8-3, HC.
Patricio a Cabrera, 2 de die. de 1791, AGN, 9-6-8-1, HC.
Basada en la descripción más tardía que hace de la doma de potros William McCann, Viaje a caballo por las provincias argentinas (Two thousand miles’ ride through the Argentine provinces [London, 1853]), trad. José Luis Busaniche (Buenos Aires: Solar/Hachette, 1969), 267.
Son las recomendaciones de José Hernández, Instrucción del estanciero: tratado completo . . ., 2d ed. (Buenos Aires: Sopena, 1964), 225.
Patricio al HM, 19 de agos. de 1793, AGN 9-6-8-2, HC.
Alfredo J. Montoya, Cómo evolucionó la ganadería en la época del virreinato: contribución de Manuel José de Lavarden a su desarrollo y mejoramiento (Buenos Aires: Plus Ultra, 1984), 49. Gillespie, que los vió, también habla de ellos en Buenos Aires y el interior, 105.
Patricio al HM, 19 de agos. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 20 de oct. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 29 de jun. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
José Posadas al HM, 31 de oct. de 1793. Se quejaba del “poco tiempo que permanecen [los peones] buscando sólo el remediarse y volverse a las pulperías de esa [Buenos Aires] que es de donde han salido”. Azara señala que los peones abandonaban al estanciero cuando querían y sin despedirse. AGN, 9-6-8-2.
Posadas al HM, 27 de jul. de 1792, AGN, 9-6-8-1, HC.
Ver la queja de un colaborador del Correo de Comercio 23 (4 de agos. de 1810), tomo 1:180.
García al HM, 5 de nov. de 1795, AGN, 9-6-8-3, HC.
Mayo, Estancia y sociedad, 175–76.
Patricio al HM, 19 de agos. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 20 de oct. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 19 de agos. de 1793, AGN, 9-6-8-2.
Posadas al HM, 12 de abr. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 29 de jun. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 17 de jul. de 1793, AGN, 9-6-8-2.
Sus quejas contra los peones son constantes. En vano las buscaríamos en la correspondencia de García.
Altolaguirre a Patricio, sin fecha, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 19 de agos. de 1793, AGN, 9-6-8-2, HC.
Patricio al HM, 8 de mar. de 1795, AGN, 9-6-8-3, HC.
Ibid. El subrayado es mío.
Ibid.
Ibid.
Ibid.
Ibid.
Patricio al HM, 10 de abr. de 1795, AGN, 9, HC.
Francisco Wright al HM, 10 y 20 de mayo de 1805, AGN, 9-6-8-7.
Informe de Wright, 5 de die. de 1805, AGN, 9-6-8-7, HC.
Acerca de los capataces y en particular de los capataces esclavos en la plantación azucarera de Bahía ver, por ejemplo, Stuart B. Schwartz, Sugar Plantations in the Formation of Brazilian Society: Bahía 1550–1835 (New York: Cambridge Univ. Press, 1985), 146, 148, 319.
E.g., David G. Sweet y Gary B. Nash, Lucha por la supervivencia en la América colonial (Struggle and Survival in Colonial America), trad. David Huerta y Juan José Utrilla (México: Fondo de Cultura Económica, 1987); William Beezley y Judith Ewell, eds., The Human Tradition in Latin America: The Twentieth Century (Wilmington: Scholarly Resources, 1987).