El libro que comentamos constituye el esfuerzo más serio, homogéneo, y sistemático de que disponemos para comprender comparativamente el complejo proceso que condujo a los antiguos territorios que formaban los imperios ibéricos en América desde su condición de colonias hasta la de estados independientes. Se trata de una obra colectiva, nacida de un congreso celebrado en 1992 y auspiciado por el Forum Internacional des Sciences Humaines, cuyos capítulos se entrecruzan dialogando entre sí, sin que el lector tenga la impresión de asistir a una secuencia invertebrada de monólogos autistas. Tal característica, unida al tema que aborda, convierte la obra en una rara excepción en un medio intelectual poco habituado a los esfuerzos comparativos y a la construcción colectiva de ideas.

Iberoamérica siempre fue demasiado grande y estuvo demasiado alejada de Europa como para que pudiera allí instaurarse un poder omnicomprensivo y unívoco. Las potencias ibéricas tuvieron que negociar un equilibrio entre sus intereses metropolitanos y la realidad local de cada centro colonial. La tradición política ibérica ayudó para que las fórmulas de gobierno reconocieran cotas estimables de autonomía a los municipios frente a las capitales, ya fuesen de reinos, gobernaciones, o capitanías. Del concurso de esta doble tensión entre centro y periferia—metrópoli-colonia y local-regional—emergió lo que la literatura ha nombrado como el pacto colonial, una fórmula de dominio que reconocía la existencia de una pluralidad de situaciones o de intereses.

Al final del antiguo régimen se quebrará la estabilidad relativa del imperio. España y Portugal son invadidas por los ejércitos franceses de Napoleón, y el rey, garante y esencia de la unidad política, debe optar entre renunciar al trono o ponerse a buen recaudo. La primera alternativa fue la adoptada por Fernando VII, mientras que la corte lisboeta optó por trasladarse al otro lado del Atlántico, instalándose en Río de Janeiro en 1808. Así, mientras que en el imperio español se produjo una quiebra de soberanía que revertía al pueblo—concepto rápidamente identificado con el de pueblos o poblaciones—la legitimidad del poder, en el portugués hubo una continuidad que permitiría lograr la independencia sin mediar una guerra. Esto constituye una singularidad que tal vez explique por qué se fragmentó tanto la América española, mientras que el Brasil permaneció unido.

La independencia de la América española involucrará pues un doble proceso: luchar contra una metrópoli europea y, simultáneamente, construir unidades regionales de poder. Y en este último punto, contra la apariencia, no se distinguieron ambos imperios, pues las lealtades que predicaban las élites locales se proyectaban sobre los territorios donde ejercían su influencia, la llamada patria chica. De ahí el interés por evaluar si la independencia fue ante todo una secuencia de guerras de emancipación o, por el contrario, de enfrentamientos bélicos civiles. A este punto, con todas sus implicaciones en los ámbitos diplomático, militar, jurídico, institucional, o cultural, se destinan una buena cantidad de los capítulos del libro, desbrozando desde diferentes perspectivas el viejo tópico de la herencia colonial.

Si construir un estado, ya fuese patrimonialista, oligárquico, federalista, o autoritario, fue complejo, no lo habría de ser menos inventarse una nación o, en otros términos, poner en marcha fuerzas centrípetas distintas al garrote y tentetieso, que cohesionaran a los habitantes de tan dispares territorios y contrarrestasen la vigencia de intereses caudillistas o la competencia entre provincias. Si, como afirmó Renan, la nación descansa sobre los dos fundamentos indisociables de “Tener glorias comunes en el pasado, y una voluntad común en el presente,” entonces la tarea de los intelectuales y políticos era ingente, pues ambos pilares requerían inventar una tradición y poner en marcha mecanismos de difusión—como la prensa, las fiestas nacionales, o la educación—que permitieran colonizar el imaginario colectivo. Pero una república de propietarios que, como sucedió durante la colonia, se apoyaba principalmente en la explotación de la mano de obra indígena o esclava, en la existencia de redes clientelistas, y en la exportación de materias primas, estaba ante contradicciones casi invencibles, dudando si integrar a la gran masa de población india o negra, o si renunciar a sus intereses locales y permitir que cristalizase una cultura nacional más pluralista junto a una autoridad política centralizada.

El libro contiene una excelente colección de estudios para mostrar cómo el lenguaje de las élites transita desde la semiótica de la emancipación a la del progreso, antes de que, ya a principios de nuestra centuria, triunfe la simbólica del indianismo. Un camino paralelo al que, tras el abandono de la retórica de la Ilustración, condujo al desencanto antiliberal y antipositivista de principios de nuestro siglo, después de idolatrar el progreso científico-técnico o de los entusiasmos románticos por la prometèica y exuberante naturaleza americana. Todo ello exigió elaborar manuales de historia o símbolos patrios, así como un redescubrimiento de las posibilidades del pasado y del presente sobre el que siguen asentándose las principales corrientes ideológicas hoy vigentes en Latinoamérica.

No es frecuente la aparición de un libro de propósitos tan ambiciosos y sería muy de lamentar que la escasa visibilidad del sello editorial que lo difunde lo convirtieran en una obra secreta: otra más para consumo de eruditos. Quien lo lea accederá a una perspectiva no eurocèntrica del proceso de constitución histórica de un continente, y sabrá de la extraña viscosidad de las ideas políticas y el infatigable drama de la identidad nacional en países subdesarrollados, mucho más que de lugares comunes, como es el hábito en los manuales al uso.