Este trabajo presenta una descripción de la educación elemental en Hispanoamérica desde las primeras décadas del siglo xix—concordando con la independencia de la mayor parte de los países—hasta el momento en que se abandona el sistema escolar municipal, de raíz colonial, y se adopta el modelo centralizador. A partir de ese momento, el estado, caracterizado como “docente”, asume el rol educativo preponderante, lo que generalmente se verificó en las últimas décadas del siglo.1 Un resumen que cubreun período amplio y realidades tan heterogéneas presenta necesariamente ciertas limitaciones, entre las que se puede destacar la postulación de tendencias generales que no siempre concuerdan con todas las naciones aquítratadas. Un segundo condicionamiento está relacionado con las fuentes utilizadas: las historias de la educación de los diversos países hispanoamericanos en que se basa este trabajo no se caracterizan en general por su claridad o profundidad. Ni siquiera el contenido más elemental que puede esperarse de un trabajo histórico, un básico análisis descriptivo, está presente en algunas obras. Se debe notar la excepción de las investigaciones sobre México, país que cuenta con una buena tradición historiográfica en el tema.2 Sin embargo, dada esta restricción general de las fuentes se hace difícil clarificar puntos tan relevantes como la relación entre educación y sociedad, economía y educación, la evolución del alfabetismo (que sólo sepuede reconstruir de manera muy tentativa), la educación informal, y la competencia entre los sectores públicos y privados.3
El clima ideológico
El pensamiento sobre el rol de la educación elemental en la sociedad, difundido durante los últimos años del régimen colonial, era cada vez más propicio a la expansión escolar. Autores y políticos españoles como Campomanes y Jovellanos—ambos leídos en América—pedían educación para ilustrar y civilizar a las poblaciones, solicitando además que la instrucción se extendiera a la mujer porque, sin su reforma, mal podían reformarse sus hijos. En general, civilización era sinónimo de laboriosidad y estabilidad política, y la barbarie de ociosidad y anarquía. De allí que la educación debía servir para mejorar la productividad económica y la adaptación del individuo a la sociedad. En Buenos Aires, Manuel Belgrano, el secretario del Consulado que había bebido las aguas de la ilustración durante su estadía en España, se quejaba de la situación horrorosa que presentaban los habitantes de la campaña bonaerense, donde vivían al margen de toda autoridad civil. Atribuía ese estado a la falta de educación, que embrutecía a la sociedad, haciendo que sus miembros cometieran delitos “torpes y execrables.”4 Esta imagen del pueblo es la que el Iluminismo presentó en todo el mundo.
La contraposición entre civilización ansiada y barbarie existente sería una nota esencial en los reformadores educativos de las décadas siguientes, como—por ejemplo—Domingo Faustino Sarmiento. En las Cortes de Cádiz, quizás los últimos debates españoles que tuvieron alguna relevancia para América y en las que participaron diputados del continente, se enfatizó la necesidad de la educación, y este hecho reflejó el espíritu liberal predominante. En el discurso preliminar a la constitución española de 1812 se postulaba que el sistema educativo debía ser general y uniforme, una de las banderas liberales en América. Tras la independencia se produjo una verdadera ola de optimismo pedagógico en las nuevas naciones. Los pensadores y políticos locales reclamaban para sus pueblos la educación que los liberaría de la ignorancia impuesta por los españoles. En Argentina Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia; en Chile Manuel de Salas, Camilo Henríquez y Juan Egaña; en México José María Luis Mora, Lucas Alamán y Valentín Gómez Farías; en Guatemala Pedro Molina y José Cecilio del Valle; en Ecuador Vicente Rocafuerte y en Venezuela y Colombia Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander: para todos ellos había una necesidad perentoria de difundir la instrucción elemental y lograr así una regeneración total de la sociedad. Como sostuvo Fray Camilo Flenríquez, “La instrucción es una necesidad común. La sociedad debe … poner la instrucción al alcance de todos los ciudadanos”.5 La educación, se argumentaba, no debía ser de adopción libre por los individuos, ya que era una necesidad social y, consecuentemente, en la mayor parte de los estados se la declaró obligatoria; en la Gran Colombia en 1821, en Buenos Aires en 1822 y en Chile en 1823; en Paraguay y Costa Rica en 1828; en Guatemala en 1835. Sin embargo, las leyes de obligatoriedad podían ser proclamadas pero no aplicadas, vista la limitada infraestructura y tecnología escolar heredada.
Parte de la ideología liberal, con su afirmación de que sólo los instruidos podían incorporarse a la sociedad política, se plasmó en las nuevas constituciones de varias naciones con el requerimiento de ser alfabeto para poder votar. Simón Bolívar, en su discurso al Congreso Constituyente de Bolivia, expresaba que a los ciudadanos “no se le[s] ponen otras exclusiones que las del crimen, de la ociosidad y de la ignorancia absoluta”, ya que su proyecto exigía la capacidad de leer y escribir para poseer la ciudadanía.6 La Constitución de Cádiz de 1812 aplicaba el requisito de alfabetismo en 1830; la constitución peruana de 1823 dejaba para 1840 la exigencia, pero la Constitución Vitalicia de 1826 la solicitó de inmediato. En México cada estado decidía la fecha en que se pondría en vigencia la limitación que, generalmente, estuvo entre 1836 y 1850.7 En los pocos países donde la disposición se mantuvo en el tiempo el universo votante se restringió drásticamente: en Uruguay en 1877 el 75% de los varones tenía suspendido el derecho de ciudadanía por su analfabetismo.8
Al mismo tiempo que se disponía en las nuevas naciones la obligatoriedad social y política de educarse, se determinaba por decreto la creación de escuelas a costa de los vecinos y los municipios. La Constitución de Guatemala de 1825 estableció que todos los pueblos debían crear escuelas; el congreso grancolombiano de 1821 determinó que todo pueblo de más de 100 habitantes debía poseer una escuela. La Junta de Gobierno de Chile bajó el número de habitantes requeridos a 50, declarando que lasescuelas debían ser financiadas por los propios del lugar; para las mujeres estableció que en cada villa debía haber una escuela, pero no dispuso el número mínimo de habitantes. En Bolivia el Estatuto de Educación de 1827 solicitaba una escuela en cada pueblo de más de 200 habitantes. Estas disposiciones optimistas, aún para el siglo xx, no significaron mucho en la práctica y con el tiempo la cantidad mínima de habitantes requeridos por escuela sería mucho mayor.
A pesar del entusiasmo generado en favor de la educación no todas las voces fueron favorables a su difusión. En América se repetiría—en algunos casos—el esquema europeo, con un grupo opuesto a la difusión de la educación elemental. La posición conservadora, contraria a la liberal o ilustrada, sostenía que la instrucción haría que las masas no estuvieran preparadas para sus labores cotidianas, que produciría una subversión del principio de autoridad y difundiría el vicio y la criminalidad.9 Estas ideas se encarnaban en las actitudes de una buena parte de las clases gobernantes que, en general, no proclamaban abiertamente su pensamiento por estar en contra del espíritu del siglo. En Buenos Aires Juan Manuel de Rosas pensaba que la educación podía envilecer la energía del hombre, y que de ser estatal y gratuita favorecería a los demagogos subversivos de la moral y del orden público. Además dudaba de las virtudes productivas de la educación y pensaba que la misma podía empobrecer aun más a los pobres al quitarles el tiempo que necesitaban para aprender un oficio. También dudaría de la contribución de las escuelas a la economía Juan Bautista Alberdi, ideólogo de la constitución argentina de 1853.10 En Chile, Sarmiento se quejaba del escaso interés que ponían las clases acaudaladas en la educación del pueblo. Un representante del conservadurismo de ese país, al incorporarse a la Facultad de Filosofía y Educación en 1857, afirmaba en su discurso que la educación no era una panacea para todas las enfermedades sociales y no era justo darle una prioridad absoluta sobre las otras necesidades públicas. La extensión de la educación podía inspirar en los jóvenes un disgusto por su estado y hacerlos mirar con desprecio las labores humildes a las que estaban destinados, como el trabajo manual y el servicio doméstico.11 La falta de interés de una buena parte de la clase política—que se combinaría con un escepticismo frente a las virtudes que proclamaba la Ilustración sobre la educación popular—se tradujo en lasexiguas asignaciones presupuestarias destinadas a la instrucción elemental durante gran parte del siglo.
Los contenidos y los métodos
Los métodos pedagógicos aplicados en el período colonial dependían de cada docente. Ellos aplicaban libremente tanto lo aprendido en la práctica como lo tomado de otros docentes y en general su enseñanza se basaba en la memorización y, hasta cierto punto, en los castigos corporales. Mientras que en ciudades grandes como México los maestros habían estado bajo el control de gremios, que de algún modo uniformizaban sus métodos, en el resto de América ejercían casi libremente, con un limitado control del cabildo en algunas ciudades. Se enseñaba primero a leer y más tarde a escribir, por lo que no todos poseían ambas capacidades. Las materias de las escuelas públicas comprendían lectura, escritura, aritmética, gramática, religión, costura y bordado (para las niñas) y en ciertos casos urbanidad.
El anhelo de abandonar el pasado, identificado con la ignorancia, no sólo llamaba a crear más escuelas, sino a abandonar las antiguas prácticas. Las críticas principales fueron su carácter memorístico y el uso de los castigos corporales. Prohibidos los castigos en España en 1813, la medida fue imitada en años siguientes en toda América. Sin embargo la persistencia de su uso es indiscutible, aunque con el tiempo su intensidad disminuiría. En Buenos Aires se prohibieron en 1813, pero en 1815 se volvieron a autorizar. Un reglamento escolar de Chile de 1819 autorizaba un máximo de seis azotes, que se podían extender hasta doce en casos de grave indisciplina.12 En Costa Rica los azotes se prohibieron en 1849, y la palmeta en 1869, aunque en la práctica se los seguía utilizando.13 En México la Compañía Lancasteriana, contradiciendo su filosofía, utilizaba el cepo y la corma.14 En Puerto Rico, pese a la prohibición de varios gobernadores, los castigos corporales continuaron a lo largo de todo el siglo.15 El mismo Sarmiento mantuvo en Buenos Aires una actitud ambigua respecto a los castigos corporales. Otra disposición que procuraba apartarse del pasado español fue el cambio en Buenos Aires, Bogotá y Sucre de la letra caligráfica española por la inglesa, argumentando su uso comercial y claridad, aunque en algunos casos se intentaría volver a la letra antigua.16
Ya en el Antiguo Régimen algunos autores ilustrados asignaron a la educación un papel de adoctrinamiento político, al percibir que la población no respondía con la debida sumisión a la monarquía. De allí que comenzasen a producir catecismos políticos para ser utilizados en las escuelas elementales y crear en los vasallos los correctos sentimientos de lealtad. Uno de éstos fue escrito por el obispo de Córdoba del Tucumán, José Antonio de San Alberto, en 1784. En el catecismo se identificaba al rey de una manera cercana a la divinidad, y se pedía para él una lealtad absoluta. Las preguntas y respuestas dadas por San Alberto incluían: ¿El Rey está sujeto al pueblo?—No, que esto sería estar sujeto la cabeza a los pies; ¿Quien desprecia al Rey o a sus Ministros, a quién desprecia?—A Dios, que dice: Quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia.17 Aunque no es probable que este catecismo fuera utilizado por escolares a finales del siglo dieciocho, sería reimpreso por el dictador paraguayo Francisco Solano López para uso en las escuelas. Por supuesto, para el Paraguay de 1865 debían hacerse las adaptaciones obvias reemplazando al rey por quien correspondiese.18 Este caso ejemplifica el intento de utilizar la educación con intenciones políticas luego de la independencia.
El mismo intento se hizo patente con la aparición de diversos catecismos que brindaban un mensaje opuesto al de San Alberto, enfatizando democracia, libertad y la soberanía popular. Las Cortes de Cádiz, que compartían este espíritu, indicaron que a los niños se les debía enseñar a leer con la Constitución de 1812. Para hacerla más inteligible se imprimió en Guatemala en 1813 un catecismo que explicaba su legitimidad.19 En 1821 aparece en Colombia el catecismo de José María Grau, reforma parcial del que explicaba la Constitución de Cádiz, ahora adaptado para describir la Constitución de Cúcuta. En Buenos Aires, el jacobino Mariano Moreno impondría el Contrato social de Rousseau como texto para escuelas en 1810, aunque su uso fue abandonado rápidamente. La obra había sido reimpresa por Moreno, quien consideraba que una “mano maestra” debía preparar la reforma que haría palpable a cada ciudadano la ventaja de una constitución.20 Los intentos de inculcar obediencia política a lasmasas a través de la educación primaria fueron erráticos y poco continuos. En algunas escuelas aparece la inclusión de la enseñanza de los principios políticos del estado, o la constitución misma, mientras que en otras escuelas o países la materia era ignorada. Un caso de resistencia al uso político se verificó en Venezuela, cuando—en 1874—se determinó que los niños debían aprender la constitución federal (liberal). Ese anuncio bastó para que en alguna escuela la asistencia bajara a la mitad, debido a la oposición de los padres pertenecientes al partido conservador.21
El sistema lancasteriano
Concordando con la independencia hizo su aparición en América una innovación metodológica que brindaría en forma casi mágica una solución al problema de la ignorancia y la barbarie de la población que tanto preocupaba a los ilustrados locales. El método lancasteriano prometía educar a miles de niños con unos pocos maestros en forma rápida y barata, y como si esto fuera poco, introduciendo una ética utilitarista y hábitos de disciplina en las masas. El sistema recibió un apoyo impresionante de los líderes políticos americanos: Rivadavia, San Martín, O’Higgins, Bolívar y Santander, entre muchos otros, fomentaron personalmente su utilización. Uno de los inventores de la innovación, al que le debía su nombre, Joseph Lancaster, fue traído por Bolívar a Venezuela, aunque su viaje no sería exitoso por sus conflictos con el municipio de Caracas, encargado de financiar su estadía.
El método se basaba en el uso de alumnos avanzados, denominados monitores, que enseñaban a sus compañeros los conocimientos adquiridos anteriormente. Sólo los monitores se comunicaban con el maestro y así quedaba conformada una estructura piramidal, que permitía tener muchos alumnos en la hase. De allí la cantidad de niños que podría enseñar un solo maestro y en consecuencia la baratura. El método tradicional, con sus castigos corporales, se reemplazaba por la filosofía utilitarista encarnada en un complejo sistema de premios y castigos, que buscaba fomentar el deseo y ambición de los alumnos de superar a sus compañeros. Un alumno podía ir escalando en la jerarquía de la escuela, primero a través de mejores puestos de bancos, luego accediendo al cargo de monitor y, finalmente, al de inspector. Con los castigos, se buscaba crear un sentimiento de vergüenza en los alumnos, haciéndoles usar pequeños carteles que publicitaban sus faltas, como “Sucio” y “Hablador”. Dentro del marco utilitarista se llegó a postular el uso de premios monetarios, pero la idea no llegó a generalizarse. El método era una máquina disciplinaria ya quetodas las actividades y los movimientos de los alumnos estaban reglamentados.22 Un maestro de Montevideo indicaba la similitud del rol del maestro en su clase con el de un coronel dirigiendo a su regimiento.23
La sensación que causaron las tres características del método—utilitarismo, baratura y disciplina—fue tremenda. Es revelada por el editor de un manual lancasteriano en Buenos Aires, que expresaba que se había ignorado en la ciudad hasta el momento de su difusión la existencia de una manera tan sencilla, breve y barata de educar, que no dejaba pretexto a los miserables para no colaborar con su instrucción.24 En los considerandos de un decreto creando una escuela normal lancasteriana en Perú en 1822, se compartía el sentimiento de gratitud hacia la nueva maravilla: “aún no es posible calcular la revolución que va a causar en el mundo, el método de la enseñanza mutua, cuando acabe de generalizarse en todos los pueblos civilizados; el imperio de la ignorancia acabará del todo.….”25 El apoyo se plasmó en legislación que lo declaró obligatorio a lo largo de toda América. En Buenos Aires, Chile y Perú en 1822; en la Gran Colombia en 1826; en Bolivia y Guatemala en 1838. En Costa Rica fue adoptado tardíamente, en 1869. Al mismo tiempo se publicaban manuales que lo explicaban y surgían sociedades privadas con el objeto de difundirlo. En México, una de estas sociedades, la Compañía Lancasteriana, llegó a administrar la educación pública nacional, asumiendo en 1842 la Dirección General de Instrucción Pública.
La obligatoriedad del uso del método se extendió en muchos casos a las escuelas privadas, transformándolo en la única forma posible de enseñar y aprender, aunque era conveniente sólo para una relación alta de alumnos por docente, que no era el caso en la educación particular. De todas formas muchas escuelas privadas lo adoptaron inicialmente con gran fervor, atrapadas por su carácter novedoso. Al mismo tiempo se fueron creando escuelas normales en todas las ciudades, donde se forzaba a los maestros de los establecimientos públicos a reeducarse pedagógicamente. James Thomson, un escocés enviado por la British and Foreign School Society, recorrió América difundiendo el método y dirigiendo este tipo de establecimientos, recibiendo casi un permanente apoyo en todos los lugares a que asistía, inclusive de eclesiásticos, pese a ser cuáquero.26 Sinembargo, cabe señalar que en muchas zonas rurales y en algunos pueblos el método no sería conocido y adoptado; la falta de mayor información al respecto hace difícil evaluar su real ponderación.
Como ocurriría en todo el mundo, el método no cumplió su promesa de una rápida expansión educativa. De hecho, las escuelas nunca pudieron alcanzar el número esperado de 500 a 1000 alumnos. En Buenos Aires su imposición y la consecuente suspensión de los ayudantes rentados de los maestros, considerados innecesarios, llevó a quejas de los docentes y desembocaría prácticamente en una rebelión. Los maestros argumentaban que el método representaba una sobrecarga insoportable de trabajo, y que el mismo Thomson no había superado los cien alumnos en su escuela, pese a estar auxiliado por dos ayudantes.27 En Guatemala el sistema también fue recibido con resistencia por algunos maestros, que veían aumentar su trabajo, a la vez que recibían quejas de los padres por utilizar a sus hijos como monitores.28 Cuando el inglés Hugo Salvin visitó una escuela lancasteriana en Santiago de Chile, comentó su parecer: había allí menos de los 200 alumnos que le habían dicho.29 En Montevideo la cifra a la que se llegó por escuela fue de 15o.30 Pedro de Angelis ya en 1828 anunciaba que el método había caído en descrédito por los progresos lentos e inciertos que producía.31
No sólo fracasó en cuanto a sus promesas de baratura, sino que se lo criticó en su misma esencia utilitarista, su carácter memorístico y la poca efectividad de los monitores como docentes. Simón Rodríguez en Sociedades americanas (1828) rechazó el método por su mecanicismo y superficialidad, indicando, con referencia a los monitores, que a la escuela se debía ir a aprender, no a enseñar. El mismo Andrés Bello ya había notado algunos de estos vicios cuando visitó en Londres la sede de la British and Foreign School Society: los alumnos-monitores no eran buenos instructores y la enseñanza era memorística y dificultaba la generación de un espíritu crítico.32 Similares comentarios se escucharían en México; además los monitores se volvían pequeños déspotas, y el sistema de premios, en lugar de despertar una noble emulación, despertaba la codicia.33
En Colombia se acusó al método de fomentar la corrupción y el despotismo entre los niños.34
Aunque criticado, el sistema se abandonaría lentamente en los lugares donde fue implantado, pues no se sabía con qué reemplazarlo. Más que volver a los antiguos métodos, se lo siguió utilizando, muchas veces según la libre interpretación de los docentes. En algunas escuelas se lo combinó con castigos corporales, como en Colombia. En Buenos Aires, el ideólogo lancasteriano Pablo Baladía terminó usando el cepo en su escuela particular, habiendo concluido que ese tipo de accesorio pedagógico seguía siendo necesario. En muchos casos se lo mezcló con el sistema simultáneo, donde desaparece el monitor y el maestro enseña a todos los niños en forma conjunta. En Buenos Aires se lo abandona oficialmente en 1828, en Perú en 1850, en México en 1870, en Ecuador en 1873. El sistema sufriría un embate al difundirse el método de Pestalozzi, que presentaba diferencias notables con el lancasteriano. Pestalozzi negaba el memorismo, enfatizaba la experiencia cognitiva personal del niño, y se oponía a la filosofía utilitarista; decía apelar al amor del niño, no a la ambición promovida por el sistema lancasteriano.35 Sin embargo, el pensamiento positivista que eventualmente triunfaría hacia fines de siglo no significaría necesariamente una renovación humanística de la pedagogía y se continuaría con algunos rasgos del lancasterianismo, como su utilitarismo y su hincapié en aspectos disciplinarios.36
Las mayores contribuciones del método lancasteriano fueron enfatizar la organización escolar en clases, desanimar el uso de castigos corporales, y hacer que se enseñara simultáneamente a leer y escribir. Sus defectos, ya mencionados, hicieron que en muchos sentidos no fuera un avance sobre las prácticas coloniales, reteniendo e inclusive acentuando su memorismo y mecanicismo.
Las escuelas municipales y los docentes
Los establecimientos primarios adoptaron diversas formas institucionales a lo largo del siglo. Fueron municipales, provinciales, nacionales, religiosos o privados laicos, y aunque a veces no respondían a una categoría específica (por ejemplo, había escuelas conventuales financiadas por los municipios), aquí se han tomado en forma pura para facilitar su análisis. La escuela primaria municipal, heredera directa de aquella establecida por loscabildos en la colonia, fue la institución pública predominante en cuanto a la acción no privada, hasta que se acentuó la intervención de los estados nacionales y provinciales. La Constitución de Chile de 1833 encargaba a los municipios la educación elemental, lo mismo que una ley cubana de 1842. En Colombia se suprimieron los municipios en 1828 y al revivirlos en 1830 se volvió a poner la educación en sus manos. En Costa Rica se dejó a la corporación las escuelas públicas y se les asignaron fuentes de fondos específicos, como ciertas multas, las herencias vacantes y algunos impuestos. En muchos casos los establecimientos no eran gratuitos, ya que cobraban aranceles, pero eximían del pago a los pobres.
El rol educativo del municipio se realizaba a través de diputados de escuela o comisiones, que dirigían e inspeccionaban los establecimientos, examinaban y nombraban a los docentes y pagaban los salarios y alquileres de las casas-escuela. Su financiamiento por medio de recursos locales hacía que su número y calidad estuviera relacionado con la riqueza o pobreza de la comunidad. Sin duda las continuas crisis políticas y las guerras de independencia y civiles afectaron sus posibilidades, pero el impacto de estos factores hubiera sido mayor si las escuelas hubieran dependido del estado nacional. La administración de las escuelas por los municipios tuvo importantes defensores, entre ellos Sarmiento y José Pedro Varela, que querían consolidarla mediante la creación de un impuesto específico a la propiedad destinado a la educación: así buscaban evitar que las escuelas se financiaran por el presupuesto nacional, que podía ser recortado fácilmente por los gobiernos. En Chile en 1850 el diputado Manuel Montt, asesorado por Sarmiento, intentó introducir legislación de este tipo, y delegar en los municipios la recaudación de los fondos y su administración, pero el proyecto no fue aprobado.
En México, Bolivia, Cuba y Uruguay los establecimientos municipales tuvieron gran importancia. Probablemente de un 25 a un 40% de las escuelas hispanoamericanas eran municipales a mediados del siglo; a ellas asistían de un 40% a 60% del total de alumnos; el resto era cubierto por educación privada laica o religiosa. Pero lentamente y en forma creciente el estado nacional—o los gobiernos provinciales—comenzaron en la última mitad del siglo a intervenir en la educación municipal y tendieron a ofrecerla directamente. Esto ocurrió pese a que en algunos países, como en Bolivia, México y Uruguay, los municipios ofrecieron cierta resistencia al cambio, al percibir que se les estaba quitando una función propia.
En general los maestros aprendían el oficio como ayudantes de otros maestros, y no era raro que los aprendices fueran sus familiares; así se encontraban esposos maestros o hijos que heredaban la docencia de sus padres. Era una profesión de muy bajo reconocimiento social, lo que hacía sumamente difícil el reclutamiento. La cantidad de decretos y declaraciones, antes y después de la independencia, tratando de realzar la profesión docente con alusiones a su honorabilidad y sabiduría, no surtieron efecto y siguió despreciada por muchos como una opción laboral masculina. La escasez de maestros era tan grande que en 1831 la Corte de Apelaciones de Santiago condenó a un ladrón a servir de maestro en Copiapó por tres años.37 En Los mexicanos pintados por sí mismos una madre antes prefería ver ahorcada a su hija que casada con un “pedagogo”.38 Los conflictos y guerras civiles afectaron a la educación pública municipal y el magro ingreso de los maestros. En 1853 un periódico uruguayo consignaba que los maestros abandonaban su profesión “huyendo del hambre”, y los atrasos en el pago de los sueldos eran frecuentes.39 Una circular venezolana de 1873 expresaba que la docencia no tenía aliciente alguno, estaba mal paga, y que no era extraño que a ella se dedicasen sólo los que tenían pasión por la enseñanza y la virtud del desprendimiento, o individuos incompetentes.40
En todo el período se notan continuas quejas sobre la deficiencia pedagógica de los maestros y la necesidad de crear escuelas normales. Inicialmente fueron lancasterianas y no eran más que establecimientos elementales que brindaban cursos cortos sobre el método, y en los que además funcionaban casi siempre escuelas primarias. Las primeras escuelas normales no duraron mucho y tuvieron una existencia irregular: en 1835 una fue creada en La Paz, pero sólo funcionó 200 días.41 En 1842 se crea otra en Chile, de estructura curricular más compleja, y se puso como director a Sarmiento. Pero hubo deserción entre los alumnos que una vez egresados querían dedicarse a profesiones más lucrativas. La experiencia chilena era constante en todo el continente, y producía un desperdicio de recursos ya que se ofrecían becas rentadas a los alumnos. Por su poca retención Sarmiento no enfatizaría su creación en Buenos Aires, por lo menos hasta que se tuviera la seguridad de su estabilidad. La escasez permanente de maestros sólo se superaría cuando las mujeres pudieron acceder a la profesión para enseñar en escuelas de niños o mixtas y no en escuelas femeninas únicamente. Para las mujeres era una opción laboral más razonable que para los hombres, y estaban dispuestas a aceptar los bajos salarios ofrecidos.
La falta de maestros nacionales hizo que frecuentemente se recurriera a docentes extranjeros, especialmente en el último cuarto del siglo, cuando se aceleró el proceso inmigratorio. En Uruguay en 1876 el 54% eran extranjeros: en general europeos, una buena parte de ellos españoles.42 En 1889 el 43.3% de los docentes seguía siendo extranjero, destacándose los españoles, italianos y franceses en proporciones similares.43 En 1876 e 41% de los docentes de Argentina eran extranjeros, y en 1884 el 28%.44 En Chile en 1875 los preceptores extranjeros representaban el 10% del total, entre los que se destacaban los alemanes, franceses y británicos.45
La influencia de la Iglesia: las escuelas conventuales y parroquiales
La evaluación de la presencia de la Iglesia Católica en el ámbito educativo debe necesariamente hacerse en el marco del agudo proceso de debilitamiento que sufrió con la independencia. En un país tras otro el clero realista fue expulsado, hubo conventos clausurados y frailes secularizados. En algunos casos, las restricciones al funcionamiento de los conventos forzaron a cerrarlos. En Guatemala, en la primera mitad del siglo, el número de sacerdotes se redujo a menos de la mitad,46 y en México disminuyó en una tercera parte. En Perú fueron suprimidos 39 conventos y en Bolivia en 1835 sólo quedaba el 10% de los anteriormente existentes.47 Aunque las expulsiones en algunos casos fueron revertidas y las órdenes rehabilitadas, el balance para las instituciones religiosas fue de neto debilitamiento.
Contradictorio con este proceso de expulsiones, en forma paralela, los conventos que siguieron funcionando fueron presionados para abrir escuelas primarias y a tener una presencia educativa mayor. Esto a pesar de que para las utilitarias ideas del siglo las órdenes eran vetustos vestigios de épocas pasadas, reproductoras de sus improductivas formas y cultura. Entre las principales órdenes masculinas afectadas se encontraban los franciscanos, dominicos, belermos, recoletos y agustinos, y entre las femeninas las clarisas, carmelitas, trinitarias, agustinas y concepcionistas. En las Cortes de Cádiz diputados americanos solicitaron que se obligara a los conventos de los dos sexos a abrir escuelas y una cédula real de 1816 mandó que los conventos de América abriesen escuelas gratuitas. Aunque paralos liberales semejantes disposiciones iban en contra de la secularización proclamada, tenían la ventaja de que el estado no debía financiar estas escuelas, y su costo pasaba a las órdenes. Liberales como Vicente Rocafuerte en Ecuador y Valentín Gómez Farías en México se basaron en los antecedentes coloniales para establecer en la década del 30 que los conventos estaban obligados a poner escuelas. En Chile, Juan José Carrera ordena en 1812 a los conventos femeninos que imitaran a los masculinos abriendo escuelas. En el mismo país se devolvió en 1830 a los conventos las temporalidades incautadas, insistiendo que todos abrieran escuelas y reiterando la disposición de 1812. Como algunos no lo hicieron, la orden se repitió en 1832, indicando que si no establecían escuelas, los municipios las fundarían pero los conventos las deberían financiar.48 La ley de educación chilena de 1860 confirmaba lo establecido en 1830: todos los conventos debían tener escuelas. En la Gran Colombia la misma medida se había ordenado en 1821.
Las parroquías, incluidas a veces en las disposiciones, pusieron en general muchas menos escuelas que los conventos, ya que tenían mejores argumentos para negarse (exceso de trabajo, etc.) y era menos probable que los gobiernos iniciaran acciones en su contra. Uno de los casos en que hubo cierta insistencia gubernamental fue Bolivia: en 1861 se obligó a los párrocos en cuyas parroquias no había escuelas públicas a crearlas, con la posibilidad de enseñar ellos mismos o contratar a maestros laicos. En las parroquias en que había escuelas municipales o fiscales, los párrocos debían contribuir a su financiamiento. La disposición fue repetida en 1880, con la amenaza para los curas que no abrieran escuelas de hacerlos financiar las públicas.
El hecho de que en muchos casos las escuelas conventuales y parroquiales fueran obligatorias para órdenes y sacerdotes cuyos objetivos primordiales no estaban en brindar educación primaria, necesariamente hizo que las escuelas no se destacaran por su calidad. Frecuentemente eran rudimentarias, con la asistencia de las clases populares y aun niños de color. Muchas veces no era un fraile el maestro, sino un religioso no ordenado o un maestro contratado al efecto. En general gratuitas, estas escuelas a veces solicitaban una contribución a los niños pudientes.
Pero esta situación cambiaría en la segunda mitad del siglo xix, cuando se produjo la llegada de congregaciones e institutos religiosos (frecuentemente sus miembros masculinos no eran sacerdotes, sino hermanos) cuyos objetivos eran propiamente pedagógicos. Abrirían escuelas mucho más sofisticadas que los conventos de principios de siglo, a las que asistirían las burguesías locales (y a veces también niños pobres), dependiendo parasu existencia de los aranceles cobrados a los alumnos. Cuando Manuel Montt creó una escuela normal de mujeres en 1854, la puso bajo la dirección de las religiosas de la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús. En 1853 volvían los jesuitas a México, orden que allí y en otros países tendría accidentada vida. En Ecuador Gabriel García Moreno fomentó la entrada de comunidades religiosas docentes, como los Hermanos de las Escuelas Cristianas (lasallanos), las Hermanas de los Sagrados Corazones y las Hermanas de la Providencia. A Costa Rica llegaron monjas belgas y francesas que abrieron escuelas. En Argentina, además de las francesas llegarían irlandesas. En Paraguay, luego de 1870, llegan sacerdotes franceses y hermanas salesianas que instalaron colegios.
¿Cuál fue la importancia relativa de la educación impartida en conventos, algunas parroquias y asociaciones religiosas? En las grandes ciudades coloniales fue importante: en México en 1820 a las escuelas de religiosos (incluyendo sacerdotes) asistía el 53% de los niños,49 y en Lima en 1826 el 26%.50 En Buenos Aires, capital virreinal reciente, asistía en 1822 el 11% de los alumnos.51 La proporción se reduciría substancialmente luego de la independencia, hasta quedar la enseñanza conventual casi extinguida en algunos lugares, como en Venezuela y Buenos Aires. En la ciudad de México, que presentaba el porcentaje más alto de escuelas parroquiales y conventuales en 1820, ya se nota para 1838 una reducción notable.52 Los conventos y organizaciones religiosas proveedoras de educación no asumirían en el futuro las proporciones de escolares primarios que habían asumido en la etapa colonial, aun después de la revitalización mencionada para la segunda mitad del siglo. Este no fue el caso de la instrucción secundaria, donde su importancia fue mayor.
Aunque la iglesia no resultó, avanzado el siglo, una importante proveedora de educación elemental, cabe preguntar cuál fue su influencia sobre las instituciones públicas o privadas laicas. De hecho, algunas naciones, luego de un liberalismo inicial y al aparecer reacciones conservadoras, muchas veces populares, dieron al aspecto religioso en el campo educativo un mayor énfasis y a la iglesia un papel de supervisión y control, específicamente en la enseñanza de la religión. En muchos casos, debido a la escasez de sacerdotes, ese rol de la iglesia era más bien teórico, aunque parece haberse hecho realmente efectivo en casos de escándalo o negativa abierta a enseñar religión, que era de todas maneras una materia demandada por la mayor parte de la población. Inclusive liberales como Sarmiento se quejaban de que la iglesia no se ocupara de la instrucción primaria y de obligar, mediante indagaciones y recomendaciones en el confesionario, a los padres a enviar a sus hijos a la escuela.53 Entre los casos más extremos de influencia puede mencionarse la ley chilena de 1860, que confirió a los curas párrocos el derecho de inspeccionar las escuelas públicas de sus parroquias en materia de religión. El conservador Rafael Carrera también quiso dar un rol importante a la iglesia en Guatemala hacia 1844 y reforzó la enseñanza de la religión, que quedó remarcada por el concordato que firmó en 1862 con la Santa Sede. El concordato firmado por García Moreno en 1862 daba a los obispos en Ecuador el derecho de designar los textos religiosos y de autorizar a los docentes que enseñaban religión. En Costa Rica en 1852 también se firmó un concordato con la Santa Sede estableciendo que la enseñanza religiosa estaría bajo control eclesial.
En algunos contados casos se extendió la jurisdicción de la iglesia a cuestiones pedagógicas no religiosas, lo que fue más bien una excepción. En Bolivia en 1871 el jefe supremo Agustín Morales dispuso que los nombramientos del personal docente se efectuarían mediante una selección de una terna propuesta por las autoridades eclesiásticas. En otros países sacerdotes componían juntas o comisiones educativas, o aparecían al frente de las incipientes burocracias escolares, pero casi siempre eran una minoría numérica respecto de los laicos que también componían esos organismos. Cuán real fue la presencia de eclesiásticos en el control es difícil de determinar, pero sin duda fue más esporádica que permanente, y su poder no estaba asegurado, primando al fin la debilidad de la iglesia ante los liberales. No sólo se expulsó a la iglesia de toda ingerencia directa en los sistemas públicos, sino que se eliminó, ignoró o declaró optativa a la religión en el currículum, como fué el caso en Argentina, México, Guatemala, Uruguay, Venezuela y Colombia (medida luego allí revertida).
La educación privada laica
Las escuelas particulares dirigidas por laicos compartían (y a veces competían) con los conventos y asociaciones religiosas el sector privado. Desde la época colonial los establecimientos laicos representaban una buena parte de la oferta de educación. En México habían llegado a agremiarse, pero en las otras ciudades ejercían más o menos libremente, estando controlados generalmente por los municipios. El pensamiento de la post-independencia fue favorable a una muy amplia libertad de enseñanza, que llevaba implicita la prohibición de agremiarse, pues—se argumentaba—limitaba artificialmente la oferta educativa. Las escuelas particulares, agregaban sus defensores, contribuían a elevar el nivel cultural de la población sin costar nada al erario público, funcionando sobre la base de una sana competencia. Debía permitirse que establecimientos de bajo nivel pedagógico continuaran abiertos, ya que algo de educación era mejor que nada. La excepción a la libertad proclamada fue la declaración en algunos países de la obligatoriedad del método lancasteriano, y también que en materia de religión estuvieran a veces bajo la supervisión de la iglesia. El criterio general de libertad primó sobre el miedo que expresaban los liberales de que los católicos se aprovecharían para instalar escuelas confesionales.
Hubo, como puede esperarse, una gran diversidad de establecimientos, diversidad natural al no estar reglamentadas las instituciones. En general las mejores se denominaban colegios o liceos en lugar de escuelas y además de educación primaria ofrecían elementos de secundaria. Estos tenían más de un centenar de alumnos y contaban con varios docentes, especializados por materia. Era común que en ciudades cosmopolitas como Buenos Aires, Montevideo o México ofrecieran un variado currículo que incluía, además de la enseñanza elemental, inglés y francés, geografía, historia, aritmética mercantil, doctrina cristiana, baile, costura y bordado, esgrima, astronomía y latín. En estas ciudades muchas veces las escuelas estuvieron dirigidas por extranjeros; las más prestigiosas por británicos y franceses. A ellas asistían los niños de las clases acomodadas, lo que produjo, tanto en Buenos Aires como en México, quejas de los maestros nacionales que perdían alumnos por esta competencia.54 Un colegio que se preciara debía tener un nombre distintivo (diferente al del dueño), que reflejara sus características principales. En Buenos Aires se titulaban Colegio Argentino de Niñas, Colegio Republicano Federal, Colegio del Plata y Escuela Argentina Federal, Española e Inglesa; en Guatemala: Liceo Centroamérica, Liceo Minerva y Liceo San Francisco Javier; en Uruguay: Seminario Inglés y Escuela de la Vanguardia; en Colombia: Colegio del Espíritu Santo y Liceo de la Infancia. Las comunidades de inmigrantes, al formarse, abrirían sus propias escuelas para educar a sus niños en su religión e idioma.
Un segundo tipo de escuela privada era más humilde y fue la más común: consistía en un maestro y en un ayudante, a veces su hijo. Podían ser escuelas medianamente prósperas, o escuelas pobres, que enseñaban primordialmente a niños de bajos recursos. En Buenos Aires y Caracas negros y pardos asistían a las escuelas de este tipo, ya que les era más difícil ingresar o les estaban vedadas las públicas. De todas maneras y en general las escuelas particulares fueron superiores a las municipales o alas conventuales, y el número de alumnos por escuela fue inferior al de esas otras instituciones. En muchos lugares estuvo prohibida la enseñanza mixta, pero en el caso de escuelas pequeñas regenteadas por mujeres no se obedecía la disposición cuando se trataba de niños pequeños. Aunque casi nunca la docencia primaria fue considerada una opción laboral para los hombres de clases acomodadas, sí lo fue para algunas mujeres de clase alta, en muchos casos empobrecidas por viudez o enfermedad de sus maridos. Como casos notables se puede mencionar a la hermana del doctor Francia que en Paraguay abrió una escuela55 y a la viuda del General Santander, que la imitó en Colombia.56 En general, las escuelas privadas se sostenían por los aranceles cobrados a los alumnos, que dependían del tipo de institución y de las materias ofrecidas, aunque no fue raro que enseñaran gratuitamente a una proporción de los alumnos. En algunos países la educación particular recibía también subsidios, que podían tener un carácter municipal, provincial o nacional.
Finalmente existieron escuelas fundadas con objetivos filantrópicos. En México Vidal Alcocer fundó en 1846 una Sociedad de Beneficencia para niños menesterosos. En 1858 tenía 33 escuelas con 7,000 alumnos y recibía subsidios del gobierno.57 En Uruguay José Pedro Varela participa en la creación en 1868 de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular, que estableció escuelas en toda la república, en las que no se enseñaba religión.58 En Buenos Aires la instrucción femenina financiada por fondos públicos fue entregada a una asociación de damas de la burguesía, la Sociedad de Beneficencia, que administró las escuelas desde 1823 a 1875.
La proporción del alumnado que asistió a escuelas privadas fue alta antes de 1870, pudiendo ir de un 30 a un 100% del total, según ciudad o país. Pero hacia el último tercio del siglo la proporción de educación privada, juntamente con la municipal, cedería en favor de las escuelas fiscales.
Centralización y gasto público
Un sistema educativo descentralizado—a través de instituciones privadas y municipales—ocupó un lugar preponderante durante una buena parte del siglo, y en ese sentido fue una continuación del modelo colonial. Pero la tendencia hacia la centralización se afianzó en todos los países, especialmente en aquellos en que el crecimiento económico hacía factible unaumento sustancial del gasto público destinado a educación. La aparición de un rol central para el estado se hizo primero tímidamente y luego firmemente, y en algunos países se mezcló con conflictos religiosos. Un informe educativo uruguayo de 1854 establecía su necesidad y solicitaba para mejorar la educación: “Un brazo robusto, enérgico e inteligente, que la eleve a las ideas del siglo”. Concretamente, requería el nombramiento de una autoridad nacional, con comisiones escolares en cada pueblo.59
Esta tendencia, que buscaba despojar a los municipios de sus atribuciones educativas y reducir el sector privado, se inició en algunos lugares con los mayores poderes adquiridos por los gobiernos provinciales, como en el caso de Argentina, Venezuela y México. Se comenzaron a crear organismos nacionales que ejercían el control de la educación. Pero durante los primeros años el control general de la educación primaria fue difuso. En varios países el primer intento de centralización se dió al imitar el modelo napoleónico de universidad, que ponía toda la tarea educativa bajo su vigilancia. Así se hizo en Buenos Aires en 1821, en Chile en 1842 y Bolivia en 1845, aunque en todos los casos se abandonaría esta estructura. Con el tiempo y al ir creciendo la educación pública centralizada irían apareciendo poderosos organismos—muchas veces ministerios—encargados de administrar directamente las escuelas fiscales.
En ciertos países—por ejemplo Paraguay, Bolivia y Argentina—la centralización se inició cuando el estado nacional comenzó a financiar la educación, y la distinción entre escuela fiscal y municipal se volvió muy poco nítida. En otras naciones los estados nacionales comenzaron a crear instituciones escolares propias en todo el territorio: el caso más notable fue Chile donde se empezaron a crear escuelas fiscales después de 1835, año en que por vez primera el presupuesto del país incluyó una suma destinada a la educación elemental, y cuyo monto aumentaría en forma constante. Ya en 1848 el estado nacional estaba gastando en educación elemental una suma similar a la erogada por los municipios. Para 1852 el 38.7% de los alumnos primarios asistía a estas escuelas, proporción que aumentó al 77.2% en 1875.60 En Venezuela el decreto de 1870, de Antonio Guzmán Blanco, de tendencia laicista, resaltó el papel del estado e implicó una intervención sobre los municipios; mientras que no había escuelas fiscales en 1871, hacia 1881 duplicaban el conjunto de las particulares y municipales.61 En Colombia, también en 1870, el decreto sobre instrucción primariacreó un sistema dirigido y supervisado por el gobierno federal, y la educación se declaró momentáneamente laica. En este caso los estados federados podían aceptar o no el rol creciente del estado nacional, y muchos lo hicieron (en algunos exceptuando la laicidad). Debajo de la aceptación estaba la ventaja, para las regiones, de que el costo de la educación fuera asumido por la nación entera. Donde la dependencia fue aceptada, el gobierno federal instalaba su propia burocracia. Otras intervenciones sobre los municipios tuvieron causas políticas. En 1874, y por efecto de la guerra de Cuba, el gobernador de Puerto Rico, sospechando que los docentes eran liberales y antiespañoles, suspendió a una gran cantidad de maestros locales y los reemplazó por españoles contratados al efecto, avanzando sobre la jurisdicción de los municipios sobre las escuelas.62
A esta tendencia seguiría legislación que transfirió directamente escuelas municipales a los estados nacionales. En Ecuador el conservador García Moreno quitó, en 1871, a los municipios su jurisdicción sobre la educación primaria; los salarios docentes comenzaron a ser abonados por el tesoro nacional y la educación dirigida por el ejecutivo.63 En Guatemala se nacionalizan todas las escuelas municipales en 1875, creándose escuelas públicas en los edificios de las órdenes recién expulsadas. En Uruguay la ley de 1877 centralizó la educación; no se adoptó el modelo de Varela, que daba poder a los municipios. En Costa Rica las escuelas pierden su dependencia municipal en 1884, aunque ya anteriormente el tesoro nacional había estado financiando los establecimientos.
Los sistemas públicos fueron creciendo en algunos casos sobre la base de estatizaciones o avances sobre el sector privado. En Montevideo, la prosperidad de fin de siglo fomentó un gran aumento en el número de escuelas privadas entre 1876 y 1886, pero luego se estancarían al afianzarse las escuelas gratuitas públicas. En general las escuelas privadas que cerraban eran las más pequeñas.64 En Buenos Aires, luego de 1852 cuando se comienzan a crear muchas escuelas públicas, también se nota una reducción de las privadas. En 1875 se le quitan, en la misma provincia, a la Sociedad de Beneficencia las escuelas de niñas que administraba, y pasaron éstas al control de las autoridades provinciales. En México se estatizaron las escuelas de la Fundación Vidal Alcocer en 1878 y las de la Compañía Lancasteriana en 1890.65 En algunos casos el proceso de retroceso de las escuelas privadas no fue lineal y hubo resurgimientos del sector particular, especialmente ante estancamientos del sector público.
Esta etapa de mayor centralización educativa fue acompañada por un mayor porcentaje de los presupuestos nacionales destinados a educación. La tendencia sufrió la oposición de algunos grupos, como en Uruguay en 1852, donde la mayoría parlamentaria impugnó un pequeño aumento del presupuesto escolar propuesto por el presidente.66 Las continuas crisis fiscales, la falta de interés de parte de las clases políticas, y la ausencia de un sistema impositivo abarcador, fueron factores que conspiraron contra las erogaciones escolares. Pero en general el gasto público en educación aumentó en forma sostenida, acompañando las creaciones de las escuelas fiscales: en 1884 en Argentina, la nación gastaba cerca del 3.8% de su presupuesto en educación elemental (una buena parte en subsidios a las provincias), y en provincias prósperas, como Buenos Aires, el 6.5%; totalizando nación y provincias, 4.9% del gasto público global se destinaba a educación primaria.67 En Uruguay en la década del 80 se gasta alrededor de un 4% en el rubro.68 En Bolivia en 1856 se gasta el 2.4% del presupuesto en instrucción primaria y para 1868 el 4.2%.69 En Chile se gastaba entre el 3.4% y el 5% del presupuesto nacional en educación antes de 1850, proporción que pasó a estar entre el 5.7% y el 8.2% en la década del 70.70
Durante buena parte del siglo la educación primaria no fue prioritaria, ni siquiera dentro de la composición del gasto educativo, en que se favorecía a los grupos de estratos medios y superiores, ya que gran parte de los fondos se dirigían al nivel secundario y universitario. En educación elemental se gastaba en Chile, en 1875, una suma equivalente que en secundaria y universitaria, cuando a estos dos últimos niveles asistía un número mucho menor de alumnos.71 En Bolivia en 1856 el presupuesto destinado a educación primaria era menos de la mitad que el destinado a la secundaria y universitaria.72 En Colombia en 1847 un alumno secundario consumía 22 veces el gasto de un primario, y un universitario 34 veces.73 De allí las quejas permanentes de Sarmiento sobre la injusticia del gasto público en educación, puesto que se gastaba más en educación media y superior, para las clases acaudaladas, que en la elemental. Se empezaba, según Sarmiento, “de la cabeza a los pies”.74
Escolarización y alfabetismo
El siglo diecinueve fue testigo de un lento y continuo crecimiento de la oferta y demanda educativa. En sus primeras décadas, como en la época colonial, la educación elemental era una experiencia sentida por una proporción muy pequeña de la población, y la tasa de alfabetización para el total de Hispanoamérica probablemente era equivalente o menor al 10%. Este porcentaje, haciendo una estimación gruesa, llegó al 15% para 1850 y al 27% en 1900. Los países en que existen datos seriados sobre alfabetización son testigos de su constante aumento. En Cuba en 1861 (aún bajo la dominación española) el 19.2% de la población total sabía leer, porcentaje que aumentó al 27.7% en 1887 y al 36% en 1899.75 En Argentina el alfabetismo (leer y escribir) era del 23.8% en 1869 y del 45.6% en 1895. En Chile era del 13.3% en 1864 y del 30.3 en 1885. Los países receptores de inmigrantes se favorecían, ya que los que llegaban hacían un aporte neto: las tasas de los inmigrantes eran más altas que las correspondientes a los habitantes locales. En Chile en 1854 la tasa de alfabetismo era de 13.3% para toda la población, y del 46.3% para los extranjeros.76 En Argentina en 1895 los nacionales alfabetos (sólo leer) eran el 47%, mientras que los extranjeros el 65%.77
Otro indicador útil para ilustrar la evolución de la educación es tomar la proporción de la población que asiste a la escuela. Algunos países en la primera mitad del siglo tenían una proporción de uno a dos por ciento de su población en la escuela, como Colombia y Ecuador. Otros estaban bajo uno por ciento, como Cuba, Puerto Rico, Venezuela y Bolivia. Ciertos países ya comenzaban a reflejar su evolución positiva posterior: entre ellos Uruguay, Chile y Argentina. Con el tiempo las tasas de escolarización aumentarían: en el último tercio del siglo muchos países tenían el 4% en la escuela y algunos se acercaban al 10%, como Argentina y Uruguay.78
Aunque las proporciones de escolares eran bajas, el alfabetismo era superior a la asistencia escolar, por varias razones. En primer lugar, muchos de los niños asistían solamente unos pocos años a la escuela, y la abandonaban cuando habían aprendido los primeros rudimentos de lectura y escritura. En 1895 en Argentina el 13.6% de los niños en edad escolar sabía leer y escribir pero no estaba en la escuela. Para los niños de 14 años el porcentaje era del 38.9.79 En segundo lugar, algunos niños y adultos aprendían a leer y escribir fuera de la escuela. Muchos lo hacían en sus hogares, a veces por medio de preceptores particulares, una práctica corriente en las clases acomodadas. En muchos casos las madres enseñaban a sus hijos y a veces los patrones a sus sirvientes. La proporción de niños que aprendía a leer y escribir en sus hogares era del 23.6% en Cuba en 1851,80 y el 17% en Argentina en 1884.81
En las ciudades la proporción de población en las escuelas siempre era más alta, llegando en muchas a más del 40% de los niños hacia mediados del siglo. En México, ya en la época colonial existió una alta tasa de escolarización, que se mantuvo. En otras ciudades, como Buenos Aires y Puebla, se nota un aumento de la demanda educativa a lo largo de la primera mitad del siglo, que a su vez se refleja en las tasas crecientes de alfabetización. En todo caso, la educación en el siglo xix fue fundamentalmente un fenómeno no rural. En la campaña las tasas de alfabetización podían ser muy bajas, menores al 10%. Esto ocurría porque el costo per capita de instalar una escuela para pocos niños en el campo era muy elevado. Además debía agregarse el costo de oportunidad del trabajo de los niños, que auxiliaban a sus padres en tareas domésticas, cuidado de animales, siembras y cosechas. Las distancias a recorrer para llegar a la escuela también conspiraban contra la asistencia y no eran claras las ventajas personales económicas que se podían obtener con el alfabetismo. Dado que los indígenas vivían predominantemente en zonas rurales, se explica fácilmente su escasa educación formal.
Aunque reducida, seguía habiendo una diferencia entre los que sabían leer solamente, y los que sabían leer y escribir. Esta diferencia se basaba en que, según los antiguos métodos, primero se enseñaba a leer y luego a escribir. La tasa de deserción era la culpable de la diferencia. En Chile, en 1854, del 100% de los que sabían leer, sólo 78% sabía también escribir. Para 1875 el porcentaje se había elevado al 88%, debido al cambio en los métodos, ya que se comenzó a enseñar simultáneamente ambas habilidades.82 En Buenos Aires en 1869 la proporción era de 86.5%,83 en México en 1900 86%,84 y en Cuba en 1887 era 93.7%.85
El clamor ilustrado de educación elemental equivalente para los dos sexos no tuvo efecto, sino muy al final del siglo xix y para algunos países. La diferencia en el alfabetismo fue reflejo de la mayor cantidad de escuelas destinadas a los hombres con respecto a las de mujeres. Entre 1840 y 1860 y para los países de que se tiene información, el 81% de los alumnos era masculino y el resto femenino. Para el período 1865 a 1875 la porción masculina había bajado al 69%. Sin embargo, las diferencias en el alfabetismo, que nunca llegaron a ser las de Europa y de España en particular, eran mucho menores de lo que se podría esperar por las diferencias en la escolarización. Tomando los datos del período 1860-1870 el alfabetismo masculino era, en promedio, 21% y el femenino 15%. Otros datos, para el período 1895-1900, indican que el masculino era 34% y el femenino 27%. En algunos países las diferencias se acortaron con el tiempo, como en Argentina, Chile y Cuba; y a finales de siglo la tasa de alfabetización para los grupos jóvenes de los dos sexos era equivalente.86
Conclusiones
Como se ha afirmado al principio una gran cantidad de temas debe quedar necesariamente marginado de un estudio de estas características.87 En este trabajo se ha intentado únicamente determinar algunas grandes tendencias y constantes a lo largo del siglo. La primera conclusión es que, partiendo de niveles muy bajos de escolarización y alfabetismo, estos indicadores irían aumentando de manera lenta pero permanente. Las tasas de alfabetización que se han calculado para el total de Hispanoamérica son testigos de este proceso: menos del 10% en 1800, llegan al 15% en 1850 y 27% en 1900. La mejoría no sólo se dió en la capacidad de leer y escribir, sino en la adquisición simultánea de las dos capacidades para un mayor número de personas; además las diferencias en la educación recibida por los dos sexos se acortaban. Este crecimiento de las capacidades de la sociedad fue satisfecho por la educación pública y privada. Dentro de la pública dominó durante buena parte del período la educación municipal, que presentaba la ventaja de estar en unión con las comunidades en las que actuaba, y la desventaja de depender de las debilidades de las mismas. Por su parte, la educación privada fue sustancialmente provista por laicos, y fue heterogénea en sus características. La educación brindada por instituciones religiosas estuvo presente, pero de una forma muy debilitada por el embate que sufrió la iglesia y las órdenes religiosas, en particular, con la independencia.
En los métodos pedagógicos una novedad fue la aparición del método lancasteriano, de raíz utilitaria y que se impuso rápidamente por su pretendida eficiencia y baratura. Pero el método fracasaría en sus promesas, y se pasaría luego a sistemas más eclécticos, entre los que se destaca el método simultáneo, que mantenía algunas de las características del lancasteriano. La obtención de docentes en toda la época fue muy difícil: estaban mal remunerados y los intentos de establecer escuelas normales para su entrenamiento no eran exitosos, al menos inicialmente. Esta falencia fue cubierta parcialmente por maestros extranjeros. Debería esperarse a la completa incorporación de la mujer a la docencia para satisfacer plenamente la continua demanda de maestros.
Las escuelas municipales y privadas comienzan a ceder en importancia, fundamentalmente en las tres últimas décadas del siglo, frente a las escuelas establecidas por los estados nacionales, cuyo principal defecto se manifestaría con el tiempo: eran instituciones no manejadas por las comunidades en que actuaban y que presentaban las fallas de todo sistema centralizado y burocrático. La tendencia hacia la afirmación de los estados nacionales se manifiesta claramente en un editorial de 1871 perteneciente a un periódico venezolano dedicado a temas educativos. La nota editorial de El Abecé trató el tema de la instrucción en el continente en un tono general congratulatorio: felicitaba a Venezuela y a Colombia por los decretos centralizadores de 1870. La misma revolución educativa, continuaba, se verificaba en distintas naciones: Chile había avanzado mucho; en la Argentina, el más grande educacionista sudamericano, Sarmiento, era presidente. Las barreras contra la instrucción pública se habían derribado y ahora todo se podía esperar de la transformación educativa que se estaba produciendo: el progreso industrial, el desarrollo de las facultades, del espíritu empresario, los derechos políticos, la abundancia y tranquilidad del hogar, la libertad individual, el respeto a la nacionalidad y la fraternidad sudamericana.88 Este optimismo pedagógico fue una nota general del siglo, que sentía al final del mismo que sus anhelos se estaban concretando en sistemas racionales y centralizados, donde el principal protagonista era el estado.
Agradezco los comentarios recibidos de Enrique Aguilar, Cristina Corti Maderna, Carlos Escudé, de tres lectores anónimos de la HAHR y de Raymond Buve, quien me incitó a escribir este artículo. El CONICET brindó el apoyo y recursos necesarios para realizar la investigación.
Sobre aspectos generales de la historia de la educación en Iberoamérica véase: Cecilia Braslavsky, “Etapas históricas en las estrategias nacionales para la enseñanza general obligatoria en Hispanoamérica”, en María de Ibarrola y Elsie Rockwell, comps., Educación y clases populares en América Latina (México, 1985); Cecilia Braslavsky, “Investigaciones acerca de la historia de la escuela primaria en América Latina”, en Carlos Muñoz Izquierdo, ed., Calidad, equidad y eficiencia de la educación primaria: Estado actual de las investigaciones realizadas en América Latina (México, 1988), 27-78; Emilio Uzcátegui, Historia de la educación en Hispanoamérica, 2 ed. (Quito, 1975); Gregorio Weinberg, Modelos educativos en la historia de América Latina (Buenos Aires, 1984).
Otras obras dedicadas que se ocupan del período examinado en este artículo son las citadas en las notas y también Carlos Felice Cardot, “Bolívar y su labor cultural y educativa en el Perú”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia (Venezuela), 55:217 (1972), 6-22; Paulino Castañeda Delgado y Juan Marchena Fernández, “Notas sobre la educación pública en Cuba, 1816-1863”, Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas, 21 (1984), 265-282; Centro de Reflexión y Planificación Educativa, “La educación en los orígenes y creación de la nacionalidad (1498–1830)” y “Organización y consolidación del sistema educativo (1830-1935)”, La educación en Venezuela, 2 tomos (Caracas, 1979); Jerry Cooney, “Repression to Reform: Education in the Republic of Paraguay, 1811-1850”, History of Education Quarterly, 23:4 (Winter 1983), 413-428; Manuel De Carlos, La escuela pública uruguaya (Montevideo, 1949); Manuel Fermín, Momentos históricos de la educación venezolana (Caracas, 1973); Edward Filehen, “Primary Education in Colonial Cuba: Spanish Tool for Retaining—La Isla Siempre Leal?, Caribbean Studies, 14:1 (Abr. 1974), 105-120; Luz Elena Galván, Los maestros y la educación pública en México (México, 1985); Julio César García, Historia de la instrucción pública en Antioquia (Medellín, 1962); Fernán González, Educación y estado en la historia de Colombia (Bogotá, 1974); Darío Guevara, Vicente Rocafuerte y la educación pública en el Ecuador (Quito 1965); Andrés Lira González, “Las escuelas de primeras letras en la municipalidad de Guatemala hacia 1824”, Latinoamérica—Anuario/Estudios Latinoamericanos, 3 (1970), 117-140; Octavio Méndez Pereira, El desarrollo de la instrucción pública en Panamá (Panamá, 1916); Jane Meyer Loy, “Primary Education during the Colombian Federation: The School Reform of 1870”, HAHR 51:2 (May 1971) 275-294; Reinaldo Murgueytio, Bosquejo histórico de la escuela laica ecuatoriana (Quito, 1972); Newland, “Educación publica en Buenos Aires”, Todo es Historia, 267 (Sept. 1989), 68-77; Iván Núñez, “Desarrollo de la educación chilena hasta 1973” (mimeo, Santiago, 1982); Juan José Osuna, A History of Education in Puerto Rico, 2 ed. (Río Piedras, 1949); Antonino Salvadores, La instrucción primaria desde 1810 hasta la sanción de la Ley 1420 (Buenos Aires, 1941); Staples, “Alfabeto y catecismo, salvación del nuevo país”, Historia Mexicana 29:1 (Jul.-Sept. 1979), 35-58; Tanek de Estrada, “Las escuelas lancasterianas en la ciudad de México 1822-1842”, Historia Mexicana 22:4 (Abr.-Jun. 1973), 494-513’ Mary Kay Vaughn, “Primary Schooling in the City of Puebla 1821-60”, HAHR, 67:1 (Feb. 1987), 39-62; Gertrude Yeager, “Women’s Roles in Nineteenth-Century Chile: Public Education Records, 1843-1883”, Latin American Research Review, 18:3 (1983), 149-156. Respecto a los cuadros, sus fuentes están en forma abreviada. Los autores y títulos corresponden a los citados en las notas y a las siguientes publicaciones: Anuario estadístico de España (Madrid, 1862-63); Censo de la República de Guatemala 1921 (Guatemala, 1924); Censo general de la población de la República de Bolivia—1900 (La Paz, 1904); George Kurian, ed., World Education Encyclopedia, 3 vols. (Nueva York, 1988); A. Lattes y R. Poczter, “Muestra del censo de población de la ciudad de Buenos Aires de 1855” (Documento de Trabajo no. 54, Instituto Torcuato di Telia, Sept. 1968); Armin Ludwig, Brazil: A Handbook of Historical Statistics (Boston, 1985); Quinto censo de población (México, 1934); Report on the Census of Cuba 1899 (Washington, 1900); Nicolás Sánchez-Albornoz, The Population of Latin America: A History (Berkeley, 1974); Kalman Silvert y Leonard Reissman, Education, Class and Nation—The Experiences of Chile and Venezuela (Nueva York, 1976).
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Véase cuadro 3. Una tasa de escolarización de 100% para los niños de 6 a 12 años exigiría que un 14 al 16% de la población asistiera a la escuela. No se ha tomado la tasa de escolarización para grupos de edad determinados, ya que para los escasos casos en que se poseen datos, las cohortes no coinciden entre países.
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Censo de la República de Cuba—1907, 183.
En base a los datos del cuadro 5.
Temas centrales que aquí no han sido tratados abarcan, vgr., la problemática general de los docentes, incluyendo sus motivaciones y los métodos de lectura que utilizaban.
El Abecé Oct. 30, 1871, p. 1.