Sospechaba que le aguardaba la muerte y estaba, inclusive, preparado para recibirla pero no se entregó pasivamente a ella. De alguna manera la agónica muerte del Dr. Enrique Mariano Barba—el enfermo luchaba para mantener la lucidez y con ella el control de la situación—fue el correlato de una vida alerta e intensa jugada por entero a la historia y al mundo académico, sus grandes pasiones. Había nacido en La Plata y se graduó en su universidad de profesor en historia e instrucción cívica en 1932. Dos años más tarde obtuvo su doctorado en historia de la Universidad de Madrid bajo el padrinazgo de Antonio Ballesteros y Beretta, su director de tesis. En la Universidad Nacional de La Plata fue alumno de la plana mayor de la Nueva Escuela Histórica—Ricardo Levene, Emilio Ravignani y Rómulo D. Carbía así como de su amigo Carlos Heras y Luis María Torres. Aunque la influencia del rígido profesionalismo de la Nueva Escuela lo marcó para siempre, el Dr. Barba, muy al día en sus lecturas historiográficas, supo abrirse a otras corrientes y en sus clases exploró con agudeza nuevos temas. Así en la década del 60 intentó promover el estudio de los precios y salarios durante la época de Rosas e insistía en la necesidad de analizar las estrategias y linajes familiares de la elite, un tema que luego sería central en los estudios de la historia social.

Su actividad docente fue rica y prolongada; varias generaciones de historiadores aprendieron historia de América en sus cursos de la Universidad Nacional de La Plata, donde inició su carrera docente en 1934. La Universidad Nacional de Buenos Aires también lo contó entre sus profesores pero fue en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la universidad platense donde concentró el grueso de su actividad.

En un mundo universitario como el argentino de su época, tan transitado por el sectarismo, el Dr. Barba era amplio y tolerante, jamás preguntaba a sus colaboradores sus opiniones políticas y nunca los molestaba por sus preferencias historiográficas aunque podía, sí, discutir apasionadamente sus puntos de vista. Pudo así dirigir con ecuanimidad ese efímero pero valioso esfuerzo editorial que fue la Revista de Historia, donde colaboraban historiadores de la más variada procedencia ideológica, desde la extrema derecha nacionalista hasta la izquierda marxista.

El Dr. Barba escribió mucho, mucho y bien—sus publicaciones alcanzan casi a un centenar. Como todo historiador de fuste, encontró su propio estilo, elegante y castizo; un estilo muy alejado, sin embargo, de su lenguaje coloquial tan chispeante y poblado de argentinismos como directo y frontal. Su primer gran trabajo, Don Pedro de Cevallos, rastreaba la actuación del primer virrey del Río de la Plata y al hacerlo arrojaba nueva luz sobre el proceso de creación del virreinato austral. No fue ése su único aporte a la historia colonial rioplatense. La organización del trabajo en el Buenos Aires colonial fue otra sólida contribución suya. Pero sus aportes más destacados fueron aquellas publicaciones que dedicó a la época de Juan Manuel de Rosas. El Dr. Barba empezó a escribir sobre Rosas en un momento en que el consenso unánimemente negativo en torno a la figura del dictador porteño se había quebrado. En los años finales de la década de 1930 y comienzos de la siguiente el movimiento revisionista estaba en ascenso. El Dr. Barba, formado en la tradición liberal, hizo lo posible por ser ecuánime con Rosas, una personalidad que tenía razones ideológicas para aborrecer y motivos más íntimos para querer malamente.

A diferencia de los historiadores revisionistas que, en general, tenían en menos la investigación en fuentes primarias, el Dr. Barba se lanzó a eso que según Alejandro Korn los miembros de la Nueva Escuela conocían sobradamente bien; la fatiga de la investigación. El resultado de su impresionante esfuerzo de búsqueda documental fueron sus macizas contribuciones a la Historia de la Nación Argentina, dirigida por Ricardo Levene, sobre el primer y el segundo gobierno de Rosas así como sobre la larga e intrincada serie de levantamientos contra éste. La reconstrucción del proceso de advenimiento y consolidación de la experiencia rosista realizada con inusual destreza por el Dr. Barba sigue siendo, a pesar de los más de cuarenta años transcurridos, la versión casi canónica de los hechos. En 1951 completó sus estudios sobre la carrera política del dictador porteño con su excelente monografía, Cómo llegó Rosas al poder, donde reconstruyó en todo su dramatismo el ascenso del Restaurador de las Leyes a la gobernación de Buenos Aires. Algunos años más tarde el Dr. Barba publicó su ensayo sobre Orígenes y crisis del federalismo argentino, donde, muy lúcidamente, criticaba y demolía las interpretaciones tradicionales sobre las diferencias ideológicas y políticas entre unitarios y federales. Tan novedoso era su enfoque y tan compleja se había vuelto la problemática en sus manos que el Dr. Barba terminaba su artículo sin saber muy bien qué hacer con todo lo que había descubierto y cómo salir del ingenioso laberinto que había construido. Por la misma época—fines de la década de 50—apareció su notable contribución documental al conocimiento de las relaciones entre Rosas, el riojano Facundo Quiroga y el caudillo santafecino Estanislao López, Correspondencia entre Rosas, Quiroga y López; con su magnífico estudio preliminar, fue un aporte de indudable interés heurístico. Su larga relación con Rosas, sin embargo, nunca produjo esa historia definitiva de la época rosista que todos esperábamos de él. Abrumado por la enorme cantidad de fuentes que había reunido y sus crecientes compromisos académicos, el Dr. Barba simplemente no tuvo tiempo para escribir su obra máxima. “Desde 1943 he estado en la trinchera,” nos confesó una vez y tenía sobrada razón. Estuvo, en efecto, más de treinta años en la trinchera, en la línea de fuego, en un ámbito universitario extremadamente inestable como ése que se inició con la llegada del peronismo al poder. Mientras otros colegas preferían protegerse buscando los segundos planos, el Dr. Barba dió un paso al frente y entró de lleno en la política universitaria y la verdad es que no le fue mal, aunque le costó, es cierto, una cesantía y un retiro poco decoroso bajo los gobiernos de Perón.

Tenía todas las condiciones para triunfar en el mundo académico argentino; era extremadamente hábil y tenía coraje. Todavía recordamos la ocasión en que solo, sin armas ni guardaespaldas, expulsó a la policía y sus perros de la Universidad de La Plata durante la dictadura del General Juan Carlos Onganía. Hacía política universitaria en el mejor estilo, con elegancia, astucia y sin quebrar jamás las reglas de ese juego que entonces era bastante decoroso y que, si podía a veces ser algo despiadado, nunca fue sangriento. Su carrera académica fue, en ese sentido, brillante y llena de aciertos. El poder le interesaba para hacer obra y se jactaba, con razón, de haber sido siempre elegido por sus pares para ejercer las distintas funciones a las que fue llamado. Fue así consejero académico (1944), vicedecano (1945), decano (1958-64), jefe de departamento y director del Instituto de Historia Americana en la Universidad Nacional de La Plata. Director del Archivo General de la Nación y presidente de la Academia Nacional de la Historia hasta su muerte, promovió, en esta última institución, una inteligente y loable política de apertura. Permaneció así activo hasta el filo de los 80 años. Con él desaparece una respetable generación de historiadores y profesores universitarios argentinos. En la Universidad de La Plata, sus ex-alumnos y amigos no nos resignamos a su muerte.