Opacado por el prehispánico, el Yucatán colonial sufre del mismo olvido característico del discurso nacionalista mexicano, empeñado en negar tercamente uno de los componentes de la pluralidad cultural del México de ayer y de hoy. Tal hecho se comprueba, una vez más, en el estudio de Miguel Bretos.

Norias, conventos, aljibes, camarines, templos, relojes de sol, murales, capillas, surtidores, obras de lapidaria, orfebrería y retablos se suceden a lo largo de los siete artículos que compo nen la obra. En ellos—entremezclados con datos históricos, anécdotas biográficas, leyendas milagreras y consideraciones demográficas y socioeconómicas (por desgracia muy escasas)—se despliegan ante nuestros ojos las monumentales obras de franciscanos, seculares y laicos que, si bien participan del universo cultural novohispano, se apartan en diversos aspectos del patrón característico del centro del virreinato para crear formas típicas locales. Entre ellas, las ramadas yuxtapuestas a conjuntos de mamposteria, las capillas de presbiterio (de bóveda y nave de guano), los camarines marianos de factura no siempre muy ortodoxa, las norias emplazadas sobre los cenotes y el peculiar empleo de estructuras prehispánicas en los complejos arquitectónicos locales, especialmente en Mérida e Izamal. A ello habría que agregar lo que Bretos considera la impermeabilidad de la arquitectura yucateca a las modas imperantes (cf. p. 235).

Los textos, que emplean con buena fortuna los escasos materiales archivísticos aún existentes, nos permiten vislumbrar el papel que jugaron las construcciones estudiadas no sólo como centros ideológicos rectores de la vida peninsular, sino también como puntas de lanza en la conquista de una frontera mal definida—cultural e incluso geográficamente—como botín entre regulares y seculares, indios y mestizos, y asimismo como blanco de la política anticlerical.

Fallas importantes son sin duda el desequilibrio entre los artículos (algunos densamente técnicos, otros volcados en el dato cronológico y biográfico, pero pobres desde el punto de vista de la historia del arte), lo que provoca una evidente falta de unidad temática; la escasa atención que da el autor a la mano de obra indígena que aparece, como siempre, como mera tramoya de los afanes constructores de otros; la ausencia de un glosario de tecnicismos para el público poco versado en la terminología arquitectónica; las repeticiones innecesarias; y la pésima reproducción de muchas de las fotografías, elemento tan importante en un trabajo de esta naturaleza.

Aunque carentes del aliento monumental de otras obras dedicadas a la arquitectura colonial en la zona maya (pienso en particular en las dedicadas por Sidney Markman a Chiapas y Guatemala), los textos de Bretos dan buena cuenta de la importancia y belleza de las edificaciones yucatecas. Por desgracia, expresiones tales como “apenas sobrevive,” “hoy tristemente arruinado,” “perdido para siempre,” “es de lamentar,” “infortunadamente” y otras del mismo tenor se repiten en forma continua—dolorosa—a lo largo del trabajo, dando testimonio de otro punto de enlace entre la arquitectura colonial peninsular y la del resto del país: el abandono, el menosprecio y la falta total de interés de las autoridades en preservar o rescatar esta parte tan vital del patrimonio artístico e histórico de todos los mexicanos.