Todo esfuerzo tendiente a ampliar nuestro actual conocimiento de las formas culturales propias del pasado colonial hispanoamericano debe apreciarse como contribución al remedio de un sensible vacío historiográfico. Por valiosos que hayan sido y sean los aportes monográficos relativos a aspectos parciales de esa inmensa realidad configurada por tres siglos de vida y experiencias fundadoras es mucho todavía lo que falta por hacer; mucho lo que aguarda como promesa segura al investigador empeñado en perfilar las objetivaciones históricas de la sensibilidad y mentalidad hispanoamericanas a todo lo largo de aquel pasado. Ni siquiera de la literatura poseemos—hay que reconocerlo—una obra que nos brinde, en visión integradora y significativa, la razón de su cultivo y el verdadero mérito de sus logros en los siglos coloniales.

Abraham Arias-Larreta ha hecho un aporte ponderable al publicar, con propósito de revisión y síntesis, su Literatura colonial. Es un volumen que continúa al consagrado ya a las Literaturas Aborígenes de América y precede a los anunciados con títulos de El Ciclo Formativo. Siglo XIX y El Ciclo Afirmativo. Siglo XX. La actitud revisionista de Arias-Larreta radica por modo especial en su empeño de destacar la importancia del substrato aborígen y de la realidad física y moral del mestizaje en la formación de la espiritualidad hispanoamericana en general y de su orbe literario en particular; su ensayo de síntesis, en el ordenamiento de los breves estudios biográficos y críticos que consagra a los autores tratados así como los textos antológicos de sus obras, en capítulos que alternan unas veces y combinan otras, criterios cronológicos, temáticos y consideración de géneros literarios.

No ha de extrañar, dada la posición asumida por el autor ante el proceso de la constitución de la realidad socio-cultural de Hispanoamérica, que comience su obra destacando con cierta extensión—aunque no siempre con oportunidad—las modalidades de las llamadas culturas madres; esto es, la Azteca, Incaica, Maya y Maya-Quiché. Sobre ellas debía precipitarse la fatalidad de una conquista y un enérgico intento de imposición cultural. Lo que sí podría extrañar es la falta de referencias, en extensión y profundidad semejantes, a los bienes y valores constitutivos de la cultura advenida; a la cultura proyectada desde España en el curso de los siglos XVI, XVII y XVIII y destinada, sin dudas, a ser algo más que un ingrediente en el proceso de miscigenación espiritual llevado a cabo en el Nuevo Mundo.

Nadie podrá retarcearle a Arias-Larreta méritos al subrayar la importancia que asume en la caracterización de la literatura hispanoamericana lo oriundo de América, lo que se patentiza como supervivencia de las culturas precolombinas, como novedad temática o como expresión propia de esa nueva sensibilidad suscitada por un nuevo mundo de realidades, de experiencias y modos de existencia humana. Valgan sus entusiasmos actuales por los olvidos y menosprecios de otros autores. Con todo, pocos serán, sin embargo, los estudiosos dispuestos a seguirle hasta la extremosidad de muchos juicios suyos e, incluso, en la notoria subestimación que ejercita ante la llamada literatura oficial y cultista, incursa en el pecado de “irrealismo”, culpable de ser “una literatura de transplante, de imitación, alimentada de ecos cuando no de plagios flagrantes e impunes”. Bastarían, ciertamente, los propios ejemplos aducidos por el autor para sospechar que no es tan fácil trazar un deslinde claro y preciso entre esa literatura que “comenzó italianizada, malvivió el período gongoroide y terminó solfeando sin fortuna el neoclasicismo afrancesado del 700” y esa otra admirada, popular anticultista, floreciente en todos los tiempos coloniales, potenciada por su arraigo en la realidad que configuraba su circunstancia y por el empleo de medios expresivos inéditos. Conviene tener muy presente en todo caso que el cuidado por rehuir los temas socorridos y el afán de originalidad, son compromisos que el quehacer literario asume sólo con el imperio del romanticismo decimonónico. Y ello en todas las literaturas.

El libro de Arias-Larreta debe ser leído con atención cuidadosa. No sólo para aprovechar algunos de sus aciertos, sino también para reflexionar despacio sobre muchas de sus afirmaciones discutibles. Valgan como muestrario unas pocas ya que sería largo y tedioso el destacar todas. “La mitología sigue rigiendo con su gran código alegórico la vida de los mayas eternos” (p. 38). “El Popol Vuh, la gran mito-historia de la nación quiché . . . no tiene rival en el mundo como relator de la génesis y evolución de una cultura, y nada tiene que envidiar a la historiografía más avanzada en su método y en su filosofía” (p. 43). “Que los negros estuvieron en América desde los primeros tiempos de la Conquista, y que establecieron cordiales relaciones con los nativos, son hechos atestiguados por muchos documentos históricos” (p. 52). “Las categorías constitutivas del alma hispánica y del alma indígena se corresponden profunda, sistemáticamente” (p. 60). “Más que un asunto vocacional o de elección, de temperamento o de habilidad, la práctica de la literatura oficial fue asunto de pureza de sangre y de posición social o profesional” (p. 71). En las Crónicas de Indias “están las primeras formas de la novela hispanoamericana” (p. 73). “Una vez americanizado., on uso de las inflexiones semánticas del nuevo ambiente lingüistico, mestizado en morfología y sintaxis, con un nuevo ritmo y hasta con novedades fonéticas, el castellano se sintió capaz de hablar propiamente desde aquí, sobre cosas y experiencias de aquí y en un estilo propio nacido y amamantado aquí” (p. 76). “El estilo barroco, de ascendencia antireformista y antirenacentista, cuya llegada hace coincidir Paul Hazard con una gran crisis de la conciencia europea” (p. 229).

Sólo una observación más. Si se ofrece una selección de cronistas indianos como testimonio del Estudio y Revelación del Nuevo Mundo (pp. 97-180), la omisión de Gonzalo Fernández de Oviedo es poco juiciosa, aún cuando se le tenga por autor “áulico y cínico”. Y, por modo especial, la del Padre Joseph de Acosta cuya Historia Natural y Moral de las Indias (1590) se nos brinda como el esfuerzo intelectual más alto y significativo de cuantos se empeñaron en el dicho estudio y aquella revelación.