Aescaso 25 kilómetros de Madrid, emplazado sobre las suaves colinas de la meseta castellana y rodeado por pobres y cansadas tierras de cultivo, está situado Valdemoro, un pequeño y pintoresco poblado de apenas 3.000 habitantes, cuya riqueza principal consiste en la explotación de yeso y escayola que se envía a Madrid. Las labores del campo alcanzan apenas a rendir lo necesario para mantener la escasa población, y muchos se ven obligados a buscar su sustento, trabajando en la capital o emigrando a otros lugares.

Sin embargo, no siempre fue así. En la primera mitad del siglo XVI, Valdemoro era una floreciente población, con el noble título de “insigne villa,” que pasaba de los 12.000 habitantes. Domina el lugar la espaciosa iglesia de estilo barroco que reemplazó al templo gótico de antaño; enormes portales de piedra de las antiguas moradas señoriales se conservan en varias calles, convertidas al presente en casas de vecinos, constituyen un vivo recuerdo del esplendor y bienestar que conoció Valdemoro en aquélla época.

Su principal riqueza era el vino, cultivado en la comarca, conocido en todo España e incluso exportado a América. Valdemoro está casi en su totalidad minado de espaciosas bodegas subterráneas que servían para almacenarlo. Con el producto de su venta se introducía trigo y otros cereales. La importancia de su cultivo se patentiza en aquélla curiosa orden del Ayuntamiento, por la cual se prohibía coger uvas en viñas ajenas, bajo pena de 8 maravedíes y 3 días de cárcel por cada racimo, multa que se doblaba cuando el delito era perpetrado de noche.

La ganadería, actividad a la que se dedicaban de preferencia los hidalgos de la ciudad y acerca de la cual existen muchos documentos en el Archivo Municipal, contribuía al bienestar de la ciudad. Funcionaban continuamente “apreciadores” especiales, que avaluaban los daños que hacía el ganado de los nobles en “panes y viñas y árboles de esta dicha ciudad y sus términos.”

Otra fuente de ingresos fue la alfarería y la fabricación de ladrillos y tejas, que junto con varios telares y molinos, aseguraban su prosperidad y desarrollo.

La decadencia de Valdemoro sobrevino paulatinamente, siguiendo los pasos del empobrecimiento del campo español durante los siglos XVII y XVIII. La política fiscas de Felipe II con los siempre crecientes impuestos sobre el agro, la obligación impuesta a las ciudades próximas a la artificial metrópoli de sembrar cereales para abastecerla, pese a la inapropiada calidad del suelo, las pertinaces sequías, las multas por incumplimiento y otras circunstancias, acabaron con la prosperidad de Valdemoro, como también con la de los demás poblados cercanos a la capital. Tan precaria resultó la situación de Valdemoro, que el humor popular señala aun hoy a una persona indecisa, insegura en su actuaciones y en el rumbo que ha de tomar en la vida, con la expresiva sentencia “entre Pinto y Valdemoro,” refiriéndose a otra localidad vecina, antaño numerosa, que tuvo similar trayectoria que aquélla.

En Valdemoro, de acuerdo con el primer libro de bautismo que se conserva, el sábado 26 de febrero de 1513 fueron administrados las aguas bautismales a un niño, Pedro, hijo de Alonso Sánchez Aguado, el cual habría de ser con el tiempo el cronista más antiguo del Nuevo Reino de Granada y de Venezuela. Sus padrinos fueron Francisco Camarile, Juan de Gualde y Miguel Sánchez Aguado, y sus madrinas las cónyuges de los dichos.

El apellido Aguado se halla al presente extinguido en la localidad. Sin embargo, indagando noticias entre algunos antiguos moradores, supimos que existe una calle a la salida del pueblo la que hasta hace apenas unos pocos decenios se llamaba “callejón de Aguado.” Este callejón consta actualmente de solo tres casas. Las dos de ambos extremos son de construcción reciente y no presentan interés alguno. Pero la central, de la cual sólo queda en pie la larga fachada, es un amplio caserón con dos anchos portales construidos en estilo renacentista y con grandes ventanales que aun ostentan gruesos dinteles esculpidos en piedra. Los huecos de la fachada están hoy en día tapados con ladrillos, a fin de impedir el acceso al amplio interior, antiguo patio de la casa, por debajo del cual hay grandes bodegas, antaño depósitos para el vino y hoy dedicadas a la producción de setas, los “champiñones” que se venden en Madrid.

Esta señorial casona en una calleja que por tradición se llamaba hasta hace poco tiempo “callejón de Aguado,” permite aseverar que fue la casa solariega de esta rica y numerosa familia, según se desprende de los antiguos libros de bautismo como también de las actas del Ayuntamiento. Regidores de la ciudad, ganaderos, diputados, procuradores de apellido Aguado aparecen profusamente en los libros del cabildo durante todo el siglo XVI. Se trataba de una familia que pertenecía a los llamados “labradores ricos,” que en España formaba la clase media, la cual ha producido en su seno descollantes valores intelectuales de la Península.

Nada sabemos de cierto acerca de dónde y cuándo nuestro cronista tomó los sagrados hábitos, aunque probablemente lo hiciera en el convento de San Francisco de Madrid, o en alguna otra casa de la provincia franciscana de Castilla.* Tampoco existen noticias sobre los estudios que cursara, aunque fray Pedro Simón sostiene que fue docto en teología y matemáticas. Pero la obra que nos ha dejado y el papel que jugó en la vida de la provincia franciscana del Nuevo Reino de Granada, acreditan sus notables prendas intelectuales.

Llegó al Nuevo Reino a fines del año 1561, formando parte de un grupo de 50 religiosos que traía fray Luis Zapata, futuro arzobispo de Santafé, designado entonces comisario-reformador de la orden franciscana en el Peru, desde donde llovían quejas contra esta orden. Seis de los frailes reformadores, entre ellos Fray Pedro, quedaron en Cartagena y subieron el Magdalena para “reformar” la provincia franciscana del Nuevo Reino, sobre la cual también se habían recibido desfavorables informes en la Península.

No era pues Aguado un soldado arrepentido, como lo fue el cura Juan de Castellanos, ni un conquistador-encomendero como Pedro Cieza de León o Bernal Díaz del Castillo; ni un alto empleado de la administración colonial como Gonzalo Fernández de Oviedo o Martín Fernández de Enciso; ni un cronista oficial a sueldo de la Corona como Juan López de Velasco o Antonio de Herrera. Era simplemente un religioso de una orden mendicante, exento de ambiciones personales, no comprometido con ninguna clase social, ni poder civil alguno. Guiado por los altos valores morales de la religión que profesaba, miembro del grupo que dentro de su orden abogaba por una reforma en las costumbres un tanto relajadas que imperaban en algunos sectores eclesiásticos; y enviado especialmente para este fin por las autoridades peninsulares, pudo observar desapasionadamente los abusos que se cometían y fustigar valerosamente los vicios de que adolecía la sociedad que se estaba formando en América, sin preocuparle la posición social ni la autoridad de que gozaban los inculpados.

Como humilde misionero desempeñó el cargo de doctrinero de Cogua, Nemeza, Jeza, Zipaquirá y Chocontá, quedando los encomenderos impresionados, porque “no se concertó llevarles estipendio alguno, como otros religiosos suelen pedir.” En dos ocasiones fue guardián del convento de Santafé y posiblemente del de Tunja, antes de su elección en 1573, para el cargo de provincial de la orden; cargo en que hizo, según los informantes, “lo que es obligado a hacer cualquier buen provincial y buen religioso, así en visitar sus conventos como en la clausura y buen ejemplo que en ello está obligado a dar.”

Su humildad, entereza moral y dotes intelectuales indujeron a los frailes a elegirlo un año mas tarde para procurador de la orden ante la corte de Felipe II, con el fin de que impugnase las acusaciones que en contra de ellos se elevaban, y al mismo tiempo para solicitar ciertas mercedes. Consciente del valor intelectual del comisionado, el arzobispo fray Luis Zapata le encargó representar al monarca los graves inconvenientes y problemas suscitados por la aplicación de las Nuevas Leyes del Patronato Real. Y así, en 1575, fray Pedro viaja a la metrópoli—pese a la mala voluntad de los oidores de la Real Audiencia—para obogar ante la corte por los intereses de su orden. Si como religiosos demuestra abnegación e integridad, no lo es menos como historiador. A tiempo que era costumbre copiar y plagiar los escritos de los cronistas anteriores, sin indicar sus nombres, él sí señala a su hermano de religión fray Antonio Medrano como iniciador de su obra histórica; confiesa la utilización de los libros escritos por aquél y las anotaciones que había dejado antes de salir con Jiménez de Quesada a la desgraciada expedición al Dorado, en la cual Medrano, el primer historiador de Colombia, encontrara la muerte.

Su independencia ante los hechos de la conquista lo hace adoptar un criterio histórico, distinto de los conceptos de sus contemporáneos. Su obra no contiene ni lisonjas cortesanas, ni alabanzas desmedidas del monarca por su papel en el descubrimiento y conquista de América. No escribe, segun declara en el proemio de su “Recopilación Historial,” por le rindar un agradable pasatiempo al lector, ni escorge hechos sobresalientes, ni vidas de personajes descollantes, ni se preocupa por narrar descubrimientos de tierras “riquísimas.” Su pluma no se dedica al culto de los héroes, ni a cantar las glorias de los conquistadores, de los “Varones Ilustres,” como hizo Castellanos. Relata las obras realizadas por toda la masa de pequeños y grandes pobladores, con todos sus aciertos y equivocaciones, buenas obras y crueldades; cuyos hechos en cierto modo unidos, constituyen la espina dorsal, la base social de la conquista y colonización de América.

De acuerdo con esta concepción histórica, Aguado adopta para su obra una estructura novedosa que imprime a la “Recopilación Historial” un carácter esencialmente moderno. Abandona la “crónica” propiamente dicha, es decir, aquélla historia que sigue las hazañas de un individuo, lo acompaña en el lugar de sus actuaciones, realza su influencia sobre los acontecimientos, lo toma, en fin, como epicentro de los sucesos. También abandona aquélla historia que adopta el elemento tiempo como nervio de la narración, ordenando cronológicamente hechos históricos acaecidos en diversos lugares sólo porque sucedían simultáneamente. El plan de la obra de Aguado es distinto: se trata de una sucesión de historias de las ciudades desde su fundación, de un conjunto de monografías de las poblaciones que componían el Nuevo Reino de Granada. Las actuaciones de los caudillos no aparecen sino en conexión con tal o cual historia de una ciudad, apenas constituyendo un factor más en el desarrollo de ésta.

Tal suerte de escribir historia no la conocieron anteriormente ni Las Casas, ni Gomara, ni Fernández de Oviedo, ni posteriormente López de Velasco, Juan de Castellanos o Antonio de Herrera. El tiempo o el individuo es el elemento regulador en sus obras históricas; por lo cual todos son realmente “cronistas.” Aguado ya no puede llamarse cronista en el estricto sentido de la palabra, pues es un historiador de la vida social del pueblo, la que se desdobla en la de sus ciudades o núcleos de población, con las dificultades, problemas, aciertos y fallas, que permiten observar la similitud de sus problemas, mutuas conexiones, similares influencias del medio ambiente idénticas causas de evolución. Todo lo cual se traduce en una historia social de la conquista de estas tierras y constituye un aporte inapreciable para la historia general de América.

Siguiendo el plan preconcebido, la “Recopilación Historial,” dedica páginas enteras a la descripción de cada una de las fundaciones españolas, su situación geográfica, sus sucesivos traslados, su economía, su población española e indígena, el repartimiento de encomiendas, las tasaciones de tributos, y las divergencias entre las ciudades por cuestiones de límites, etc. Y no faltan minuciosas descripciones y agudas observaciones de carácter antropológico de cada una de las tribus sometidas a la jurisdicción de las respectivas ciudades. Todo lo cual constituye un valiosísimo aporte a la historia y antropología de vastos territorios de las actuales repúblicas de Colombia y Venezuela.

Desafortunadamente, la suerte no favoreció ni a fray Pedro Aguado ni a su obra. La comisión que le dió su orden para representarla ante la corte, terminó en un fracaso. Ya a raíz de su llegada a España, se supo que fray Esteban de Ascencio, su compañero y sustituto dejado en Santafé, había sido destituido violentamente por algunos frailes de la orden y otro provincial ocupaba su lugar. Aguado perdió así la representación de su comunidad y su “negocio” quedó en suspenso. No sólo no lo llamaron ante el Consejo de Indias para permitirle exponer el asunto por el cual había hecho el viaje, sino que incluso se le prohibió el regreso al Nuevo Reino, de acuerdo con la general prohibición que regía por entonces para que los frailes que se ausentaban de América regresasen a sus provincias de ultramar.

Durante ocho años permanece Aguado en España, luchando con las autoridades para que se le permita el regreso y la prosecusión de su labor misionera. En desesperadas peticiones reitera una y otra vez que ha venido solamente por comisión de sus compañeros de comunidad y por insistencia del arzobispo y no por deseo personal de ausentarse. “Y en recompensa”—dice—“se me hace afrenta.” Por fin en 1583, ya septuagenario, lo tenemos una vez más en el convento de Santafé, y luego en 1589, firma una carta en Cartagena como comisario de la orden. Ningún documento nos ilustra sobre la fecha y lugar de su muerte.

No menos patética fue la suerte que corrió su obra. Al pasar a España la llevó consigo. Constaba de 20 libros que abarcaban la historia del Nuevo del Reino y Venezuela desde 1524 (capitulación para la población de Santa Marta), hasta 1569 (abandono de San Cristóbal). Luego, mientras esperaba el anhelado permiso para regresar a Santafé, alistó para la imprenta 17 libros, los dotó de un índice y los presentó en el Consejo para obtener la licencia de impresión.

Las diligencias duraron varios años, durante los cuales el manuscrito pasó por las manos de sucesivos censores: Juan López de Velasco, Juan Bautista Gessio y el licenciado Gedeón de Hinojosa.

La censura oficial mutiló sin misericordia la obra. Capítulos completos fueron suprimidos, muchas páginas arrancadas y aun un libro entero cayó víctima de los censores. Fueron omitidos los capítulos sobre el descubrimiento de América y partes esenciales de la conquista de varias regiones de la actual Colombia. Cinco capítulos que versaban acerca de la fundación de las ciudades de Santafé, Tunja y Vélez y todo lo relativo a la erección de iglesias y conventos. Además desapareció del manuscrito un libro completo que constaba de 79 folios, es decir de 158 páginas, que trataba de la tribu de los muiscas. Una pérdida irreparable para la antropología y etnografía americanas.

Fueron podados los relatos de las revueltas acaedidas en el Nuevo Reino de Granada. Mediante cortes y tachaduras se suprimieron las ideas acerca de la justicia de la guerra contra los indios, las críticas a los encomenderos y conquistadores, los relatos de las crueldades cometidas. Frases elogiosas para el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada y su hermano Hernán Pérez de Quesada y frases acusatorias contra Alonso Luis de Lugo, corrieron similar suerte. Fueron tachadas palabras tales como “conquista,” “conquistar,” “guerra,” para reemplazarlas por “poblar,” “pacificar,” “guazabara,” “jornada,” y otras enmiendas de la misma índole hicieron tan ilegible el texto, que de los 17 libros presentados ante el Consejo, 5 tuvieron que ser copiados de nuevo, para la revisión del censor siguiente.

Pero no acabó allí la “odisea” del manuscrito, como acertadamente señala un investigador colombiano. En 1582, siete años después de la llegada de fray Pedro a España, logra, por fin, la licencia para la impresión. Pero el libro queda inédito. El manuscrito de la primera parte lo vió en España a principios del siglo XVII el Inca Garcilaso de la Vega en un taller de impresión de Córdoba. Lo incluye el cronista español Tomás Tamayo de Vargas en su “Junta de Libros,” escrita hacia 1624. En 1629 lo menciona Antonio León Pinelo en su “Biblioteca,” como perteneciente a don Juan de Saldierna. Asimismo, lo anota en 1668 Nicolás Antonio en su “Biblioteca,” como propiedad del Conde-duque de Olivares. A fines del siglo XVII lo nombra el cronista Pedro Fernández del Pulgar en su Historia. El manuscrito de la primera parte estaba entonces en la biblioteca del Marqués del Carpio, y el de la segunda, en la Librería del Príncipe Astillano. Ambos manuscritos pasaron a poder de Fernández del Pulgar y luego a los fondos de la catedral de Palencia, a la cual este último donó su biblioteca. Allí los halló en 1781 el cronista Juan Bautista Muñoz, cuando recopilaba documentos para su historia de América. Sin embargo, ninguno de los historiadores, aunque mencionen estos manuscritos, utilizaron su contenido para escribir sus obras. No lo hizo el obispo Lucas Fernández de Piedrahita, aunque declara que vió la primera parte, mientras que fray Pedro Simón consultó solamente la segunda parte, que contiene apenas algunas noticias sobre regiones periféricas de la actual Colombia. Los datos que acusiosamente recogieran fray Antonio Medrano y fray Pedro Aguado, datos importantes, de primera mano, quedaron así al margen de la historiografía colombiana. La obra de Aguado permaneció olvidada.

Al coronel granadino don Joaquín Acosta, le cabe la gloria de su “redescubrimiento.” El ilustre historiador fué quien primero utilizó en parte los datos contenidos en la “Recopilación Historial” y señaló su existencia en la Real Academia de Historia en Madrid. Sin embarga, la “Recopilación Historial” siguió inédita por más de medio siglo. El mérito de haber iniciado su publicación corresponde a los primeros fundadores de la Academia Colombiana de Historia. Se editaron por entonces dentro de la serie “Biblioteca de Historia Nacional” en el tomo V, los nueve primeros libros de la “Recopilación.” La copia del manuscrito, hecha por paleógrafos no muy expertos, adolecía de graves fallas de transcripción, pero su publicación demostró a los estudiosos la importancia de la historia de Aguado como fuente más próxima a la conquista, para la historia política y administrativa del Nuevo Reino y para los estudios antropológicos, geográficos, económicos y sociales de los primeros tiempos de la colonia.

Posteriormente, en 1914, el gobierno de Venezuela editó la transcripción de la segunda parte de la “Recopilación,” bajo el inadecuado título “Historia de Venezuela,” quedando sin ver la luz los otros siete libros de la primera parte.

Entre los años 1916 y 1918, la Real Academia de Historia de Madrid, hizo una edición completa de la obra en cuatro volúmenes, bajo la acertada dirección de Jerónimo Bécker, la cual se agotó rápidamente. Pero todas estas ediciones no tomaron en cuenta ni las tachaduras de la censura-en parte legibles-, ni geñalaron la mutilación que sufrió el manuscrito original, ni fueron dotadas de noticias sobre la vida del autor.

En 1956, en la “Biblioteca de la Presidencia de Colombia,” apareció una nueva versión de la obra, editada por él que suscribe. Basándonos en la investigación de documentos del Archivo General de Indias de Sevilla y en el manuscrito original de Aguado conservado en la Real Academia de Historia, emprendimos la edición, dotándola de una reseña biográfica de su autor, modernizando la ortografía para hacer el texto más asequible al lector, reproduciendo las partes tachadas y señalando las mutiladas por la censura.

Pero la mala estrella acompañaba a la obra de Aguado. La caída del dictador Gustavo Rojas Pinilla y la interrupción de las ediciones de la “Biblioteca de la Presidencia,” a cuyos últimos tomos pertenecía la “Recopilación Historial,” hicieron desaparecer prácticamente de la circulación esta edición, y son escasos los ejemplares que se han conservado.

La obra de fray Pedro Aguado no ha recibido pues la difusión que se merecía. Salvo contadas excepciones la edición de la Presidencia no se cita en obras históricas nacionales o extranjeras, ni ha aparecido reseña ninguna del libro. Se sigue utilizando la escasa e incompleta edición de la Real Academia de Historia. Y sin embargo, ninguna como esta obra de Aguado, merece una nueva y popular edición. Y tampoco debería quedar en el anonimato la vida ejemplar de historiador y religioso de su autor.

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Nota. Una extensa biografía de Fray Pedro Aguado fue publicada por el autor en Fray Pedro Aguado, “Recopilación Historial.” Biblioteca de la Presidencia de Colombia, No. 31-34. Bogotá, 1956.

Author notes

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The author is a distinguished historian of Colombia.