El jueves 18 de diciembre de 1980, el diario caraqueño El Universal publicó en primera página una fotografía del cardenal José Humberto Quintero, primado de la iglesia venezolana, tomada cuando pronunciaba “su magna oración en homenaje al Libertador Simón Bolívar con motivo del sesquicentenario de su muerte.” El titular a cuatro columnas, que corona la fotografía, dice: “La Iniquidad Cometida Contra Bolívar Nos Ha Impuesto una Larga Sanción Divina.” En el cuerpo del diario está inserto el texto completo de la oración, una de cuyas partes es presentada bajo el subtítulo “El pecado de Venezuela”:
Puesta la mano en el pecho, hemos de confesar que Venezuela, al declarar en 1830 al Congreso de la Nueva Granada que no entraría en trato alguno con ella mientras permaneciera en el territorio de Colombia Bolívar, lo que equivalía a exigir su destierro, lamentablemente desconoció en él su carácter de elegido divino. Esa vergonzosa declaración del Congreso Constituyente de Venezuela, que fue acto oficial de la representación de la nación, la recibió el país, cuando aún había libertad de prensa, con un gran silencio, equivalente a una tácita aprobación, y, por tanto, se hizo cómplice de tamaño desafuero. Escribí en una de mis Cartas Pastorales que entre los atributos divinos, está la justicia, la cual premia lo bueno y castiga lo malo. Si para las personas individualmente esos castigos o premios tendrán perfecto cumplimiento al trasponer las puertas del sepulcro, como lo enseñó el Divino Maestro en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, en cambio para las naciones esos premios y castigos han de realizarse en este mundo, porque para ellas en cuanto tales, sólo existe la vida de esta tierra. Y la historia nos testifica, cuando observamos su marcha desde las alturas de la fe, que uno de los medios habituales de la Providencia Divina para penar los delitos colectivos ha sido privar a los pueblos ora de la libertad, ora de la paz.
La infame proposición de destierro contra el Padre de la Patria, aceptada sin protestas por la nación venezolana, fue—lo repito—un claro desconocimiento de su carácter de elegido divino. Y he aquí que desde 1830, en que se perpetró tal iniquidad, nuestra historia nacional durante todo el siglo pasado, se puede sintetizar y resumir en asoladoras guerras civiles y en largas tiranías, rotas apenas por brevísimos y precarios períodos de paz…
La impresionante coherencia teológica del cardenal historiador— ocupa el sillón J de la Academia Nacional de la Historia—no dejará de suscitar algún reparo de parte de los militantes de la nueva conciencia cristiana católica. Pero, sin duda los levanta, y muy abundantes y fundados, de parte de una conciencia histórica medianamente crítica, como los motiva igualmente la tranquilizadora generalización con la que cierra su razonamiento, puesto que reúne en un mismo movimiento de la redención la paz de Juan Vicente Gómez y la de la democracia de reciente hora: “cerrado felizmente a comienzos de este siglo el ciclo doloroso de las guerras civiles, los años de paz que por fin ha disfrutado Venezuela y las dos décadas largas que lleva de libertad, nos permiten pensar que la bondad divina ha dispuesto poner ya término a larga y merecida sanción por aquel pecado público de la patria.” De esta manera ha dado su fruto, casi siglo y medio después, la iniciativa tomada en 1833 por José Antonio Páez—quien firmó también el decreto de ostracismo de 10 de setiembre de 1830—”para limpiar de aquella mancha la conciencia nacional.”1
¿Qué hace posible un lenguaje semejante en la sociedad venezolana del presente? ¿Cómo puede destacársele de tal modo en la prensa sin que—siguiendo el razonamiento del cardenal—se suscitase ninguna reacción? Si esto ocurrierra en una sociedad teocrática, al modo de las que injustamente se ha dado en llamar islámicas, seguramente luciría más comprensible.
Reconfortaría el ánimo y aquietaría la conciencia el que lográramos persuadirnos de que esto ha sido posible por obra de la apatía, o de la indiferencia manifestada por los venezolanos de hoy ante un debate ideológico que supere la cruda controversia política cotidiana. Pero hay buenas razones para pensar que no es ésa la explicación. Antes por el contrario, ésta hay que buscarla en la socialización del culto heroico rendido a Simón Bolívar, y en la presión que éste ejerce sobre las conciencias individual y social, hasta el punto de que por fe, conveniencia o temor, todos los venezolanos queremos dar muestras de devoción, o en toda circunstancia no ser señalados como descreídos y ni siquiera como disidentes.
Queda, sin embargo, en pie una pregunta de alcance metodológico: la posibilidad de que sean formulados, y más aun reiterados, ciertos conceptos que la razón juzga inadmisibles, sin que se provoque reacción alguna de la opinión pública en estado de manifestarse, ¿puede ser tomada como signo cierto de que existe un clima de opinión propicio, si es que no expresamente identificado con esos conceptos? Seguramente las respuestas no harían sino enfrentarnos al viejo problema de cómo percibir y evaluar formas de la conciencia colectiva, y por supuesto, de cómo medir su grado de generalización y la funcionalidad de su articulación como hecho colectivo. ¿Contar testimonios? ¿Hacer cuadros? Para no multiplicar preguntas, y yendo al caso: ¿vale formular una visión de conjunto, basada en lo sabido, y apuntalarla con referencias escogidas que se pretenden típicas? No parece haber fórmula más viable, sobre todo en el ámbito de un artículo, y a ello vamos.
Instaurado para dar legitimidad el estado nacional en circunstancias históricas específicas,2 el culto a Bolívar ha llegado a constituir la columna vertebral, y en no pocas ocasiones el universo, del pensamiento venezolano. Se ha extendido hasta tal punto el alcance del culto, y se ha intensificado tanto su mensaje, que en la mente de muchos venezolanos, y ello sea dicho sin entrar a establecer diferencias de nivel social o cultural, ha llegado a producirse una identificación entre los signos más elementales del culto y la nación. En forma tácita, y en algunos casos relevantes en forma alarmante, esta confusión es perceptible tan pronto se exploran, siquiera sea sumariamente, los significados íntimos del discurso. De manera rutinaria esa confusión es cultivada a modo de mensaje patriótico simplificado que sirve de vehículo para la inculcación de una disciplina formal en ámbitos escolares y militares.3
La identificación del conjunto social, esté o no organizado nacionalmente, con la figura de un grande hombre—visto éste como padre fun dador de esa forma de organización político-social—o con el significado atribuido a un movimiento político o a una coyuntura histórica—cual sucede con los procesos reformadores y con las revoluciones—ni es un hecho nuevo ni puede ser considerado como propio de un determinado nivel de desarrollo sociopolítico.4 Basta recordar la adaptación de las figuras históricas de Alexander Nevsky e Iván el Terrible, en la Unión Soviética, durante la Segunda Guerra Mundial, considerada por Mario Briceño-Iragorry un buen “ejemplo de lo que valen como elementos de integración los símbolos antiguos,” ya que buscar “las raíces históricas de la comunidad es tanto como contribuir al vigor de los valores que pueden conjugar el destino y el sentido del país nacional.”5
Lo que parece establecer la diferencia entre las sociedades al echar mano de estos recursos es la presencia, o la ausencia, y la eficacia, o la no operación, de modos de organización que articulen la sociedad con base en la internalización de valores de diverso género, los cuales den a la conciencia social y política sólidos fundamentos susceptibles de ser movilizados mediante la evocación del grande hombre, o mediante la invocación del movimiento político o de la coyuntura histórica. En ausencia de un andamiaje tal, y peor aún cuando se pretende substituirlo con este recurso ideológico, el uso de esas formas simplificadas del patriotismo carece de virtualidad y hasta puede volverse contraproducente.
La incitación a estudiar, a producir, a luchar y aun a morir por Bolívar, por un partido o por una revolución, parecerá siempre el procedimiento más sintético y expedito para inducir una conducta. Y no ha faltado quien, en Venezuela, pretende que esto ha de ser así, al menos mientras “la guerra sea condición de vida, y la aptitud para vivirla, condición de gloria; mientras los pueblos necesiten héroes y canten los que tienen, y los forjen cuando no los posean; mientras haya para las muchedumbres ciegas y rebañegas hombres—faros que vuelvan luz la sombra de la ruta y son guía segura como estrella de magos.”6
Al escribir estas líneas no puedo menos que recordar el rostro de un joven soldado argentino a quien un entrevistador de televisión le preguntó en qué héroe patrio pensaba, cuando se hallaba a la expectativa del contraataque colonialista británico en Las Malvinas. Por unos instantes el soldado vaciló, sin atinar a responder, pero de inmediato se repuso y, como quien recita una bien aprendida lección, mencionó a San Martín. ¿Cabía esperar que se le ocurriera invocar el nombre de alguno de los generales o comandantes responsables del infortunio argentino, cómo, según los historiadores románticos franceses, cargaba La Guardia hacia la muerte gritando el nombre del Emperador, o como lo hacía la otra Guardia, según los cronistas soviéticos, voceando la patria y el nombre de Stalin?
No viene al caso intentar componer una tipología de los pueblos de acuerdo con la forma como se hayan conducido o se conduzcan en relación con este género de fenómenos. De intentarlo, seguramente sería posible establecer diferentes ubicaciones, para cada uno de ellos, en razón del momento histórico considerado, pese a que, como he dicho, ha sido fácil para algunos autores correlacionar el grado de receptividad ante ese tipo de manipulación ideológica con el nivel de desarrollo sociocultural de los pueblos. Creo que la Segunda Guerra Mundial, Corea y Vietnam nos han enseñado lo suficiente, en esta materia, como para hacernos desconfiar de las clasificaciones de pueblos y culturas basadas en tan confusos criterios.
Por otra parte, seguramente el instrumental metodológico y aun teórico manejado por el historiador resulta insuficiente para ir más allá de la percepción, la identificación y la descripción del fenómeno, lo que no es, por otra parte, un resultado desdeñable. La comprensión y la explicación del fenómeno reclamaría el uso de un instrumental que no parece estar disponible por el momento, al menos en un grado convincente, a juzgar por los resultados obtenidos por la psicología social histórica, si bien no cabe desesperar de sus posibilidades.
Bases y Modos de la Conciencia Nacional Venezolana
1. Conciencia nacional y conciencia bolivariana
En el pensamiento venezolano se advierte una confusión al parecer insuperable entre los conceptos de patria, de república y de nación. Esta situación se corresponde con el bajo nivel crítico-conceptual de la historiografía que la sustenta. De hecho, es una sinonimia que además de errónea es engañosa, pues está supeditada a un propósito ideológico determinado por el culto a los héroes, y más específicamente por el rendido a Bolívar. Para ilustración baste observar que nada hubo de casual en los considerandos del Decreto de 3 de octubre de 1929, disponiendo la con memoración del centenario de 1830: “Doctor Juan Bautista Pérez, Presidente de los Estados Unidos de Venezuela, considerando: Que en Diciembre de 1930 se cumple el centésimo aniversario de la muerte del Libertador Simón Bolívar, Padre de la Patria; considerando: Que en el mismo año se cumple también el primer centenario de la reconstitución de la República Venezolana, creada por los patricios que firmaron el Acta de la Independencia.”7 Quien no esté familiarizado con los fundamentados del culto a Bolívar, y con la intensidad de su gravitación sobre la interpretación no ya de la historia de la independencia sino de la historia toda de Venezuela, no podrá menos que preguntarse ¿por qué pasan en primer lugar la figura y los hechos de Bolívar, aún sobre los de la nación y sus creadores? Podrían ensayarse muchas respuestas, alguna quizá fundada en la infortunada coincidencia del restablecimiento de la república con la comisión del delito de parricidio que motivó la condición divina a la cual me referí al comenzar este artículo. Pero quizá no sea la más descabellada de las respuestas, la siguiente: en contraste con la perfección bolivariana labrada por el culto heroico, la nación, la patria o la república, lucen como un resultado más bien pobre, pero, por supuesto, no con una pobreza imputable al fundador sino a los beneficiarios. De allí las preguntas retóricas que en 1925 se hizo Mario Briceño-Iragorry en su condición de presidente del dócil Congreso de Juan Vicente Gómez: “¿Hemos correspondido como pueblo al ideal de creación que empujó las fieras caballerías que ganaron la victoria? ¿Hemos sabido dar nueva y constante vida en el área de la realidad política y social al esfuerzo de los héroes antiguos?”8 La respuesta, por él9 y por todos sabida, se le reveló brutalmente a Manuel Díaz Rodríguez cuando en octubre de 1910 viajó al sur como delegado de Venezuela a la Cuarta Conferencia Panamericana. El impacto que sufrió fue para su patriotismo, “un solo y martirizante via-crucis,” pues descubrió que “el mismo nombre del Libertador aparecía menguado, reducido a nombre de comparsa, cuando no se le callaba deliberadamente como el de un dios temeroso y maléfico,” de lo cual había que culpar a “la propaganda de Mitre y sus adeptos,” pero también:
en parte a nuestra propia culpa, ya que, mientras los argentinos, con sana y orgullosa premeditación, tras de una intensa labor de cultura y progreso, hicieron de su prosperidad un pedestal eminente a sus glorias vernáculas, nosotros, venezolanos, neocolom-bianos, ecuatorianos, como demasiado endebles para tan gloriosa pesadumbre, dividiéndonos primero y ensangrentándonos después, achicamos el pedestal, que no era el de una modesta gloria vernácula sino el de la gloria de América, hasta hacer del ingente bloque de mármol un rezago de ruinas, de la concreción gigantesca de luz un resabio de sombras.10
Tanto las preguntas retóricas de Mario Briceño-Iragorry como el viacrucis de Manuel Díaz Rodríguez son bastantes a propiciar un sentimiento de culpa, cuya expresión sintética es la interrogante “de si habremos sabido corresponder a la perseverancia, la abnegación, el desprendimiento y los sacrificios que El consagró a la tarea magna de darnos independencia y Libertad.”11 Este sentimiento de culpa se encuentra tan arraigado en el pensamiento social y político venezolano que hasta ha llegado a formar parte de la realidad literaria. Mariano Picón Salas recuerda el dicho que su abuelo empleaba para evitarse comentarios: “Este país, este país, ¿para qué nos libertaría Bolívar?,” expresión tras la cual “estaban setenta años de historia de Venezuela con sus aventuras, sus guerras, sus anécdotas.”12
Como consecuencia de este sentimiento de culpa que mina la conciencia nacional venezolana, se arraiga la convicción de que la incapacidad demostrada por el pueblo venezolano para generar bienestar social y riqueza presentes le priva igualmente de su más alto valor, sin embargo ya adquirido, para comprobación del vaticinio de Juan Vicente González en 1841: “¡Patria mía! Tú no tienes memorias de antiguas guerras, de conquistas lejanas, de batallas ganadas, de empresas ni de hombres inmortales …. Pero crece en riquezas y saber, y serás una nación poderosa en recuerdos, en grandes hechos, en triunfos y acciones heroicas … con sólo el nombre de Bolívar.”13 Esta supeditación de la conciencia nacional al culto a Bolívar hace que los logros de la acción social y política luzcan como medios para llegar al disfrute de ese máximo bien poseído, lo cual sólo es posible en la medida en que construyamos un mejor presente, pero esto no es algo que los venezolanos se deben a sí mismos sino a la memoria del héroe, aunque ello contraríe expresamente las preferencias de éste—como cuando Santiago Terrero Atienza afirmó, en 1890, que “La ofrenda más digna que podemos presentar a nuestro Libertador—los liberales venezolanos—ha de ser la realización de la república democrática representativa, alternativa y federal,”14 voluntad de ofrendar que Alejandro Fuenmayor convirtió en precepto pedagógico y en compromiso patriótico para los niños, quienes “le probarán a Simón Bolívar (porque Simón Bolívar no ha muerto sino que vive en sus corazones), que ellos pueden ser tan buenos ciudadanos como las personas mayores, y que mañana serán capaces, cuando ostenten el título de ciudadanos, de hacer de Venezuela la excelente República Federal que ella debe ser. “15 De esta manera se cierra el círculo: la transformación de la realidad adquiere el sentido de ofrenda a un valor ya poseído, pero que sólo es realizable en la medida en que la compenetración plena con ese valor capacite para la transformación de la realidad. Es decir, que tal como lo afirmó rotundamente monseñor E. M. Dubuc: “el primer deber patriótico de todo venezolano es el estudio reflexivo y afectuoso de nuestro Libertador,” y por si fuere necesario reforzar este mandato apeló al más obligante símil: “Si nadie puede ser cristiano genuino, ni puede conocer nuestra Religión desconociendo al Autor de ella, que es Jesucristo, ninguno de nosotros puede ser buen patriota, ni tener un concepto preciso de Patria, si no conoce en espíritu y en verdad al Padre de ella, Simón Bolívar.”16 Sólo que la confusión así creada entre conciencia nacional y culto bolivariano, por mediación de la conciencia religiosa, no podia menos que conducir a una situación apuntada por Esteban Gil Borges, sin dejo de ironía: “Sería necesario retroceder veinte siglos para encontrar en un huerto de Galilea otro sepulcro sobre el cual hayan florecido tantas promesas de resurrección para un ideal y tantas promesas de inmortalidad para una memoria.”17
Quiere este pensamiento que la salvación de Venezuela consista, por consiguiente, en el retorno a quien fue el alma de la nación, superándose de esta manera los efectos de una irreparable pérdida: “¡Ah! ¡quién hubiera podido apartar de su cabeza la cuchilla del ángel exterminador y conservarlo como el alma de nuestra vida republicana! … ¡quién hubiera podido detenerlo cuando bajó a la tumba y pedirle la luz de su genio, la fuerza de su brazo y la abnegación patriótica de su alma, para obrar la salud de ese mundo que previo él.”18 Se trata, en sentido muy preciso, del retorno a quien fue el creador de la nación como idea y como sentimiento, según lo comprendieron Lisandro Alvarado, Laureano Vallenilla Lanz y Eleazar López Contreras, en una reveladora confluencia. Para el primero, tenido por arquetipo del pensamiento positivista venezolano, la cuestión no puede ser más clara ni más sencillamente expresada: “La patria, ya sabemos cuál es: la que en un sueño de libertad y de gloria creó para nosotros el Libertador.”19 Para el segundo, probablemente el más creativo y penetrante representante de la sociología positivista venezolana: “El genio expansivo de Bolívar ennobleció los impulsos instintivos de nuestras montoneras, despertó en ellas el amor a la gloria, les hizo conquistar grandes honores y condecoraciones en países lejanos y en sus cerebros y en sus corazones rudimentarios surgió la idea y el sentimiento de patria; la conciencia común de una nación distinta por un contraste que no es nuevo en la historia.”20 Por su parte, Eleazar López Contreras, historiador de las guerras de Bolívar y gobernante que expresamente colocó su actuación bajo la inspiración y la égida del héroe, como correspondía añadió a las creaciones de éste el orden: “Simón Bolívar, Libertador y Padre de la Patria, desde su iniciación en la carrera pública, debió imponerse tanto por sus ideales como por sus principios y por la acción bélica en la conciencia de los pueblos, formando a la vez el sentimiento nacional, la disciplina y subordinación de sus compatriotas, no siempre voluntaria, pero generalmente constante a su persona y a su autoridad.”21 Cabe advertir sobre el hecho de que esta explicación taumatúrgica del nacimiento de la nación-patria-república no es una simple e innocua muestra de exaltación literaria, ni es, en la historiografía venezolana, un plano explicativo que se superpone a otro, más apegado éste al estudio de los procesos sociales. Es la explicación, y cualesquier otras consideraciones son complementarias, marginales o en todo caso no afectan la vigencia de esa explicación, obviamente primordial para el culto. Este campea indiscutido en su condición de causa universal del acontecer venezolano en cuanto pueda tener de encomiable, como para dar razón a la Gazeta ele Caracas del jueves 26 de agosto de 1813, cuando vaticinó que “Bolívar y la Nueva Granada serán los nombres que haremos repetir con la más dulce emoción, a nuestros tiernos hijos, y cuando hayamos formado la estatua de este héroe les llevaremos a observarla y les diremos Ved vuestro Libertador. A él le debéis el aire que respiráis.”22
Si la finalidad de la nacionalidad venezolana es realizarse a sí misma en Bolívar, resulta lógico que sea él quien guíe nuestros pasos. Persuadidos de que su batallar no ha cesado porque su obra no está concluida, debemos darnos cuenta de que “Bolívar está al frente de sus huestes, no ya para rendir a los enemigos de la independencia de la Patria, sino para poner a raya a los propios hijos que se niegan a hacer efectiva la libertad y la justicia que sirvieron de estandarte a la empresa de la Revolución.” El, el capitán; nosotros, sus soldados: “nos toca ganar, bajo la égida de su nombre de Libertador, la jornada que nos libre de la coyunda conque una terca parálisis cívica trabó la marcha de la República.”23 Para dirigir el recorrido de este itinerario que habrá de llevar al pueblo venezolano desde Bolívar hacia Bolívar fue constituida en 1938 la “Sociedad Bolivaria-na de Venezuela,” cuya “máxima finalidad que constituye su programa,” según su promotor el General Presidente Eleazar López Contreras, habría de ser el convertirse en “propulsora del movimiento cívico que, tendiendo a la mayor gloria del Libertador, crea una definida conciencia nacional,” programa amplísimo que, para decirlo con lenguaje de nuestro tiempo, abarca desde la transformación del medio físico y de la sociedad hasta la formación de valores morales. Así, en el ámbito nacional la acción de la Sociedad debía dirigirse:
a desarrollar una campaña de depuración y de enseñanza, a fomentar diariamente el culto de los genitores de la nacionalidad, no sólo en forma reverencial, sino tomando su ejemplo como estímulo para el avance, como deber sagrado de conservar su herencia y acrecentar el tesoro que nos legaron y que nos reclama trabajo, voluntad creadora, realizaciones concretas; a intensificar una acción social y cultural inspirada en el credo político del Libertador; a auspiciar de uno a otro extremo del país, cuanto se dirija al bienestar general; a propiciar movimientos cuyo norte sea la mejora del medio venezolano; la aplicación de remedios a los perentorios problemas que confrontan las clases menesterosas; al estudio, desde el punto de vista práctico, de esa serie de dificultades que entorpecen nuestro progreso moral y material; y, en fin, a servir de fuerza de cooperación al Programa que el Ejecutivo Federal realiza en su afán de cambiar la fisonomía nacional y devolver al país el lustre a que es acreedor por su glorioso pasado,
Pero no se detiene allí el detalle de la ya vasta misión de la Sociedad. El promotor puso especial empeño en asignarle un objetivo que denominó espiritual, y que se dirigía “a elevarnos cada día con mayor decisión en el camino de nuestro mejoramiento ético.” Es decir, y siguiendo en ello la guía de Bolívar, habría de constituir un remedo de su Poder Moral, el cual, “irradiando su acción educativa dentro de su propio seno, abarque también el conglomerado de la nación y, principalmente, los hombres que han de ejercer la dirección de los asuntos públicos.”24 Y poniendo por obra su propósito, el sucesor de Juan Vicente Gómez en el poder ideó, instrumentó y escenificó una insólita ceremonia en la cual, y con la solemnidad oficial máxima, su sucesor en la presidencia, el General Isaías Medina Angarita, tomó el compromiso de regirse por principios cuya vigencia, según los suspicaces políticos de entonces, habría de propiciar el retorno del General Eleazar López Contreras al poder, en el desempeño de una segunda presidencia. Se trata del “Juramento de Fe Bolivariana”: en el Panteón Nacional, el 5 de mayo de 1941, en presencia de los altos funcionarios y del público, el General Isaías Medina Angarita, como presidente electo, con toda la pompa del caso, “procedió ante las cenizas del Libertador y Padre de la Patria,” según reza el acta, “a prestar el juramento de Fe Bolivariana en los siguientes términos: Juro Ser Fiel a la Doctrina Bolivariana y al Principio Republicano de la Alternabilidad en el Poder Público,” todo lo cual se hizo constar en la página primera del Libro de Juramento de Fe Bolivariana, instituido por Decreto Ejecutivo de 10 de mayo de 1941.25
2. Conciencia nacional y conciencia crítica
Puesto que la nación-patria-república fue la creación de Simón Bolívar, es lógico que conciencia nacional y conciencia bolivariana luzcan como una sola y misma cosa, y es lógico igualmente que cualquier esfuerzo crítico ejercido en este sentido tenga que ver con todos los aspectos de esa amalgama de valores, enfrentando su nada reducida carga de prejuicios derivada de esa errónea sinonimia.
El punto de partida de los esfuerzos para despertar la conciencia crítica consiste en ventilar un presupuesto que no puede ser más sombrío ni absoluto: es el contraste entre un pasado que luce tanto más glorioso cuanto más lejano va quedando del presente, y un presente que luce tanto más desolador cuanto más se aleja del pasado. Es el contraste que hizo exclamar a Eduardo Blanco: “ ¡Qué mutación! ¡Qué cambio!,” al observar cómo, súbitamente y en forma al parecer inexorable, la luz se trocaba en oscuridad y como ésta se volvía “lecho de muerte de un glorioso pasado,” para significar él cómo, a su juicio, sin solución de continuidad el heroísmo se trocó en vileza, y todos los valores ennoblecedores se sumieron en sus contrarios. Es la diferencia entre la tarea de construir la República y lo construido lo que le hace exclamar: “¡Cómo la altura a la que ascendimos se transforma en abismo, torna a su ser la piedra bruta y la humilde argamasa, y todo se empequeñece y se rebaja al nivel ordinario!”26 En suma, le afligía comprobar que los héroes habían trabajado para los hombres.
Ante el triste presente, la reacción más natural es una suerte de evasión hacia el pasado heroico. Esta actitud, generalizada hasta abrumar con el número de sus testimonios, encuentra acabada expresión en la prosa florida y tonante del mismo Eduardo Blanco, pontífice máximo del patriotismo heroico venezolano, quien combinó en un sólo movimiento del espíritu la condena de un presente disminuído, la tribulación de un espíritu patriota y su anhelo de evasión:
¡Vuelve! ¡Oh! ¡numen propicio de la Patria! Torna a encender en mi alma entristecida el fuego abrasador del entusiasmo por nuestras puras glorias; arrebátame en tus robustas alas de ese mísero polvo, donde se agitan con esfuerzo, encontradas miserias que avergüenzan y depravaciones que espantan. Llévame allá muy lejos de esta profunda oscuridad, de esta noche sin meteoros, sin estrellas, en la que erramos como a tientas, desesperados de no llegar al fin, para ponerle término a la constante afrenta de la vida, en pugna siempre con las malas pasiones. ¡Oh! llévame lejos de tanta ruin mentira, de tanto corazón emponzoñado por el odio impotente, por la crueldad no satisfecha, por el rencor y la venganza; y siquiera con los ojos de la imaginación y de la fantasía, déjame contemplar como en días lejanos, aquella excelsa claridad, aureola de la Patria en los gloriosos tiempos de sus heroicos sacrificios, de su fe inquebrantable, de sus nobles propósitos. Permita que torne yo a entrever, lleno de arrobamiento y como deslumbrado, la ancha vía esplendorosa que recorrieron nuestros padres, entre palmas de triunfo y gritos de Victoria.27
La perturbada visión del presente, que llega a componer una especie de “leyenda negra de la República,” expresa el profundo trauma padecido por la conciencia social y política del venezolano, al persuadirse de que el advenimiento de los frutos de las largas guerras de independencia distaba mucho de corresponderse con lo esperado. Se abrió, en ese momento, el inacabable inventario de los males de la sociedad y de sus causas, así como el de los posibles remedios y sus efectos,28 por quienes fueron capaces, en algún momento, de sobreponerse al generalizado sentimiento de frustración generado por la convicción de la inutilidad del esfuerzo cumplido. Cuando un personaje novelístico de Antonio Arráiz, el Dr. Inojosa, defiende la tesis de una intervención norteamericana para derrocar a Juan Vicente Gómez, y se le opone el argumento de la soberanía nacional, exclama: “¿Para qué nos han servido esa independencia y esa patria sino para mancharlas con nuestra existencia escandalosa? ¿Qué és nuestra historia, sino una sucesión de despotismos vergonzosos y de estúpidas guerras civiles? Para eso es que servimos: no hemos sabido ser libres.”29
El auge y el predominio de este pensamiento corren parejos con el debilitamiento, si no con el abandono, de una postura científica que brotó, prometedora, con la constitución definitiva de la República de Venezuela. Me refiero a la Comisión Corográfica de 1830, dirigida por Agustín Codazzi, la cual ofreció en 1841 una visión geográfica y cartográfica del país, así como su primer intento de alcanzar una visión histórica crítica de sí mismo, a cargo ésta de Rafael María Baralt y Ramón Díaz. Esta obra pareció darle fuerza definitiva a una actitud historiográfica que halló preciso planteamiento en palabras de José de Austria: “Vamos a emprender en seguida la relación de los hechos heroicos de Venezuela, que tanto ennoblecen su nacionalidad, y lo haremos con imparcialidad y pureza, según los datos que hemos adquirido y que nos merecen fe, partiendo muchos de ellos de nuestra propia evidencia y de las otras respetables personas que vieron nacer a la República y la han acompañado en sus peligros. Si de esta relación aparece la verdad histórica, habremos prestado un servicio más a nuestro país y tributádoles digno homenaje a los próceres de la patria.”30 Apenas publicado el Resumen de la Geografía de Venezuela, el espíritu alerta de Fermín Toro percibió lo que ello significaba como enmienda de una tendencia ya claramente visible: “Locamente ufanas hasta ahora las Repúblicas sudamericanos con lo que han llamado sus glorias, se han figurado que el mundo atónito volvía los ojos a admirar sus proezas, la fama de sus héroes, el saber de sus políticos, sus interminables contiendas.” Esta actitud, calificada por el autor de “devaneo pueril,” afectaba también a Venezuela, la cual, afortunadamente, fue la primera en sentir “la necesidad de buscar en los trabajos de la paz mejores títulos de gloria y senda más segura a su prosperidad,” como también fue:
la primera que ha dado luz una grande y hermosa obra de este género; obra que ha merecido el aplauso de sabios ilustres y de corporaciones que tienen el cetro de las ciencias, haciéndoles admirar la sensatez y buen camino de una república de ayer, de un pueblo naciente que apenas descansa de treinta años de guerras y estragos; una obra, en fin, donde el geólogo, el geógrafo, el naturalista, el estadista encuentran con satisfacción una descripción científica de una parte hermosa y casi inexplorada del globo.31
En cierta forma, el anuncio de lo que ha sido el curso de la conciencia crítica en el pensamiento venezolano, está presente en el revelador contraste entre el entusiasmo conque Fermín Toro recibió la obra de Codazzi y la apenas velada reticencia que demostró ante el llamado Resumen de la Historia de Venezuela,32 de Baralt. En efecto, al comentar esta obra se ocupó exclusivamente de criticar la apreciación que en ella se hace de la conquista y de hacer algunas consideraciones de estilo. El disgusto que causó la obra de Baralt en José Antonio Páez y entre sus allegados no alcanzaría a explicar la omisión, por no ser el de Toro un espíritu timorato ni acomodaticio. Quizá vaya mejor encaminada la interpretación de éste hecho al tomar en consideración la concepción de la historia y de su enseñanza que Toro expuso en su juicio sobre la Historia antigua y de la edad media, de Juan Vicente González: “El tono es dogmático, cual conviene a la enseñanza de la primera juventud, que debe recibir la doctrina y el ejemplo con fe y candor, para no introducir prematuramente la duda y el libre examen antes de tener formado el juicio y ejercitada la razón.”33 Sobre esta pauta no crítica se ha conformado la conciencia histórica de los venezolanos, puesto que ella rige dentro y fuera del ámbito escolar, al funcionar como factor primordial de la segunda religión. Los esfuerzos realizados para modificar esta situación son relativamente re cientes. Han tenido que ver con la renovación de la vida política e intelectual posterior a 1936, y particularmente con ciertos desarrollados en el área de la formación docente. La adopción de nuevos principios pedagógicos, y la introducción de nuevos procedimientos de enseñanza-aprendizaje, particularmente a partir de la fundación del Instituto Pedagógico Nacional, Simultáneamente con el proceso de vitalización política que ha tenido la sociedad venezolana desde la Segunda Guerra Mundial, fueron implantando progresivamente un modo de enseñanza de la historia que, sin romper expresa ni drásticamente con el modo tradicional, abrió cauces a la conciencia crítica. Obviamente, esta evolución, aun moderada como ha sido, no podía menos que alertar a quienes, conscientes de la importancia que tiene en este sentido la enseñanza de la historia, no cejan en su empeño de preservar los fundamentos tradicionales del culto heroico, y particularmente los del culto a Bolívar. Prevalidos de errores ciertos cometidos por los programadores de la enseñanza, y ante el fracaso visible de ciertas reformas en los pensamientos—debido en gran parte a la timidez de las mismas y a la improvisación en su aplicación—han realizado recientemente un intento de restablecer su normalidad en este campo: la Academia Nacional de la Historia dirigió el 19 de mayo de 1977 una carta abierta al Presidente Carlos Andrés Pérez, con el objeto de solicitar su intervención para corregir “el panorama desolador relativo a la enseñanza de la Historia nacional, de la Historia de la patria, el centro mismo de la identidad,” ya que como consecuencia de los errores de la programación y de la práctica de la enseñanza, “los contenidos resultan inconexos, sin continuidad, de tal manera que el estudiante sale del Sexto Grado sin conocer la historia de su país, convertido éste en una entidad sin pasado, prácticamente en una comunidad sin alma.” Expuesto el daño, la Academia señala al gran culpable al dictaminar: “que la tendencia sociologizante, economicista y politizadora en relación con la enseñanza de la Historia, ha tomado cuerpo en detrimento de una visión objetiva y equilibrada de esa asignatura.” Culmina la Academia formulando una proposición pedagógica que entronca muy bien con los conceptos expresados por Fermín Toro en 1842: “que se establezca la Historia de Venezuela en forma cronológica, sin solución de continuidad, a lo largo de la Educación Secundaria,” es decir hasta los 15 o 16 años, reservando la enseñanza de una supuesta “Historia Documental y Crítica”34 para los dos últimos años de ese ciclo, correspondientes a los 17 o 18 años de edad, es decir, ya superada la “primera juventud” de que habló Fermín Toro. 34
3. Conciencia nacional y conciencia histórica
Reflexionando sobre el curso histórico seguido por la sociedad venezolana, con frecuencia me he preguntado, y en varias ocasiones lo he planteado, si sería legítimo decir que la historia de un pueblo es, en sí y en tanto que conocimiento del pasado, una toma de conciencia de la propia existencia como pueblo. De ser cierta esta proposición, la vida de un pueblo sería, a la vez, su ser histórico y el conocimiento de ese ser histórico, con lo cual se conseguiría la unificación absoluta y activa del pasado y del presente en un constante devenir. La historia sería, entonces, su propia madre: lo que de ella alcanzáramos a conocer se volcaría de nuevo en su cauce y se integraría en su discurrir. El vehículo de esa integración, en el momento actual de la sociedad venezolana, sería la conciencia nacional, y la fuerza que activa esa reintegración sería el nacionalismo, en la medida en que éste constituye una toma de conciencia del ser histórico que se traduce en acción social orientada a favorecer su propio desenvolvimiento como ser nacional.
Esta preocupación por tomar conciencia de su propio ser histórico, y los esfuerzos puestos en trocar esa conciencia en factor activo de la vida de los pueblos, reviste para los pueblos de origen histórico reciente y de trabajosa formación, como lo es el venezolano, carácteres de lucha por la propia existencia. Para ellos la historia no es el vago origen que, disuelto en la leyenda, les hace entroncar con las más remotas eras históricas vividas por la humanidad, cual sucede con las antiquísimas sociedades. Estas, al contrario de las nuevas o recientes, pueden autocontemplarse con la serenidad que les da el estar firmemente asentadas en el tiempo. Su existencia, por azarosa que haya sido, por muchos eclipses que haya sufrido, ha permanecido cual una definitiva realidad. Su origen no tiene fecha, y no es poco lo que esto puede significar para la conciencia nacional de un pueblo. Es diferente, y mucho, el cuadro que presentan aquellos pueblos de reciente formación histórica, cuya organización nacional es producto de un acto controvertido y aún más reciente—la formulación definitiva del proyecto nacional venezolano tuvo lugar en 1864, al término de la fase bélica de la crisis de la sociedad implantada colonial venezolana que se desencadenó a comienzos de ese siglo—el cual les impone la obligación no sólo de justificar ese acto, sino también el más pesado deber de mantenerle expedita la vía a esa formación, a su desarrollo, apartando los obstáculos que a cada paso surgen.
Para un pueblo tal, la formación de la conciencia nacional reviste carácteres de tarea vital. Su firme adquisición significará la definitiva estructuración histórica, porque un pueblo en posesión de tal forma de conciencia podrá ser sojuzgado35 pero jamás destruido. Tarde o temprano, y la paciencia de los pueblos es la paciencia de la historia, la conciencia histórica—traducida en acción—triunfará de la opresión, y la vida del pueblo reanudará su curso, en el marco de la formación socio-política nacional u otra.
Ahora bien, la formación de la conciencia nacional ha sido tradicionalmente entendida en Venezuela como función de una historia cuya misión consiste en transmitir el legado heroico y reivindicar, con propósito ejemplarizante, a quienes constituyeron ese legado. El punto de partida de tal concepción de esta función de la historia es inobjetable, si lo situamos en el marco de las consideraciones precedentes; el error comienza cuando se le estima como la misión de la historia, porque su cumplimiento ni agota las posibilidades del conocimiento histórico, ni es siempre compatible con los requisitos de la formación del conocimiento histórico. Eduardo Blanco expuso con precisión en qué consiste esta función de la historia y cual es su alcance: “Trasmitir a nuestros hijos las tradiciones épicas de las pasadas glorias de la patria, es un deber sagrado, que nos impone juntamente con el amor al suelo en que nacimos, el noble orgullo de ofrecer ante el mundo la eximia ejecutoria de nuestra nacionalidad, en la epopeya que nuestros padres escribieron con su sangre y que no cede en brillo ni en grandeza a la más alta que pueden ostentar otras naciones.”36 Conciencia del pasado histórico, orgullo de lo realizado, igualación con paradigmas, son todas manifestaciones de un mismo propósito: apoyar en la historia el esfuerzo de formación nacional, propósito llevado al extremo de pretender que con el inicio de ésta se dio comienzo a nuestra historia: “Sin fastos, sin memorias, sin otro antecedente que el ya remoto ultraje hecho a la libertad del nuevo mundo, y las huellas de cien aventureros estampadas en la cerviz de todo un pueblo, nuestra propia historia apenas si era un libro en blanco.”37
Pero, ¿cómo transmitir el legado heroico siendo fiel a su esencia, a su tono, a su fuerza inspiradora? Son las formas de respuesta a esta interrogante las que establecen la diferencia, que llega a ser insalvable, entre quienes sostienen la posibilidad de esa transmisión sobre la base de un estudio histórico exigente en lo metodológico y desentendido de intencionalidad, y quienes, en cambio, parecen creer de alguna manera, junto con José E. Machado, que: “La fábula, además de su carácter poético, tiene sobre la historia la inapreciable ventaja de que nunca varía.”38 La pretensión de constituir un pasado heroico en el cual se reúnan la terminante asignación de roles, con la perfección en el desempeño de los mismos y con la inmutabilidad como condición para la simplificación del mensaje, es un campo propicio para la sensibilidad exaltada, bien representada por la obra de Eduardo Blanco titulada Venezuela heroica, arquetipo en la historiografía venezolana de un modo de historiar para la edificación de la conciencia social que ha encontrado, a un tiempo, la justificación de aparente racionalidad y la que pura y simplemente renuncia a ésta. Santiago Key-Ayala hizo la siguiente parodia del investigador científico en historia para mejor abonar su defensa de este modo de historiar. Así, comienza por admitir: “Bien haya el hombre de ciencia que somete al análisis frío (a veces tan frío que recuerda la frialdad de los cuerpos sin vida) los mitos, las tradiciones y las leyendas, y separa con celo experto la conjetura del hecho, y nos dice lo que puede creerse y lo que debe repudiarse,” para luego de este reconocimiento, cargado de suspicacia, de los fueros de la razón crítica, sacar victorioso, del contraste que él mismo establece interesadamente, el don de la sensibilidad: “Pero bien haya también, y más aún, el poeta cuando exalta lo que debe exaltarse y sepulta lo que ha de sepultarse y deja en las sombras la sombra y pone a resplandecer lo que es luz, siquiera sea la luz fosforescente con que alumbra su camino rastrero la luciérnaga humana.”39 Por su parte, Víctor Manuel Ovalles no se detuvo a componer estos arabescos de la razón. Ante el cargo de que Venezuela heroica “no es propiamente un libro de historia,” sentenció aprobatorio: “pero es la exaltación del patriotismo en un poema lleno de episodios brillantes, de rasgos sublimes y descripciones de tan intensa vida, que el ánimo se conmueve y nos sentimos propensos a aplaudir, sin discutirlo, todo cuanto allí se dice de los héroes y de sus estupendas proezas.”40
La aceptación generalizada, llevada hasta el entusiasmo, que tuvo su obra, hizo de Eduardo Blanco el símbolo del patriotismo bien orientado. A él se le reconoció el mérito de haber “librado así, de los estragos del olvido y del tiempo, todos los trofeos que constituyen las más valiosas prendas del orgullo nacional. “ El, en suma, había “sublimado para siempre a los héroes.”41 El clima de exaltación patriótica y de reivindicación de la aproximación poética al pasado, en igualdad de condiciones, cuando menos, con el estudio histórico científico del mismo, llegó a poner cautela en espíritus críticos probados como el de Caracciolo Parra-Pérez, diestro en el manejo de expresiones que, al relacionarlas con su personalidad de diplomático permanente, cobran un sabor de ironía: en una ocasión se declaró convencido de la inmortalidad de la leyenda, cosa fácilmente comprensible en un historiador, pero añadió que creía “poder contar honradamente la historia” sabiendo que no llegaría “a destruir ciertos errores generosos que se creen a veces más bellos y útiles que la simple verdad.”42
Se fue abonando de esta manera el terreno para que brotase la necesidad de una indagación conceptual capaz de conducir a una definición de principios ante la tradición, entendida como “fisonomía, tono, genio, carácter que diferencia a los grupos y les da derecho a ser tomados en cuenta como unidades de cultura,” y en razón de la cual se asume una posición militante, ya que: “Definir una tradición y velar por su constante progreso, es deber de colectividades que aspiran a robustecer su personalidad en los cuadros de la historia universal.”43 Y es en torno a este concepto de la tradición y de su rol activo en el presente histórico, como se orquesta la discusión, primordial, acerca de si debe ser entendida como sólo o fundamentalmente constituida por el pasado heroico, visto y sentido a la manera de Eduardo Blanco, o sí, por el contrario, ése ha de ser sólo uno de los componentes—por importante que pueda ser—de la tra dición, necesitado además de una más ponderada y actualizada valoración, puesto que los “pueblos no pueden vivir en una contemplación estática de su pasado,” sino que, por el contrario, “necesitan dar movimiento, en la gran cuba del tiempo, a los mostos exprimidos por las generaciones anteriores y agregarles los caldos de la reciente vendimia,”—y valga el símil en un país productor de ron—ya que “el valor de la tradición radica en servir de solera aglutinante que dé cuerpo fisonó-mico a los vinos del pueblo y no en un obrar como categoría solitaria que tuviese en sí misma virtudes de creación.”44 El significado, el peso y la función de la tradición como base de la conciencia histórica de los venezolanos es puesta, de esta manera, en discusión, aunque, me parece, en una forma inversa a como se presenta el fenómeno, pues se hace recaer sobre las deficiencias de la conciencia histórica la responsabilidad por la desnaturalización de la tradición, y por lo mismo de la debilidad de la conciencia nacional:
Quizás la manera de juzgar los hechos históricos y la ausencia de una metodología que conduzca a un cabal y lógico examen del pasado, capaz de dar contrapeso a la peligrosa avenida de trabajos de índole histórica, producidos en razón de “tener la Historia sus puertas abiertas al gran público,” según anota Huizinga, ha contribuido poderosamente a que nuestra colectividad no haya podido asimilar uniformemente, para una función de fisonomía y de carácter, los tesoros poderosos del tiempo y crear la conciencia histórica requerida como elemento de nacionalidad.”45
Es imposible disociar la tradición, como conjunto de hechos y personajes, de la tradición como manojo de leyendas y versiones más o menos mágicas de esos acontecimientos y sus actores. Por otra parte, el ámbito social tan amplio en el cual actúa este complejo ideológico, así como la magnitud de las fuerzas comprometidas en esa actuación, permiten que a ella se supedite cualquier otra forma de aproximación al pasado, al igual que todos las expresiones culturales con éste relacionadas. Es tan grande la fuerza de este complejo ideológico, convertido en la segunda religión, que la imposibilidad de transmitir su mensaje es la menor de las sanciones que recaen sobre los espíritus disidentes, entendiendo por esa imposibilidad no ya el resultado de una censura institucional más o menos velada, y ni siquiera la eficacia disuasiva de una autocensura interesada, sino la sola ausencia de un lenguaje común que comunique al disidente con los destinatarios de su mensaje, aunque éste último se reduzca a la formulación más global y comedida, basada en la comprobación de que el “pueblo no ha podido asimilar sus pensamientos [el de sus grandes hombres] del mismo modo como no ha asimilado la realidad integral de su pasado,” y volcada en una alentadora recomendación: “En cambio, si meditase un poco, si lo ayudasen a mirarse en el mismo, ya que él es historia viva que reclama a voces que le faciliten su genuina expresión, nuestro pueblo luciría la severa fisonomía y el duro carácter que le legaron sus genitores.”46
En resumen, enderezar la tradición corrigiendo la conciencia histórica, significa erradicar los efectos de una errónea conciencia histórica que se ha prestado a usos perversos por “algunos Mandarines, ensimismados en las eminencias del poder, donde empuñan el látigo de la ignominia para flagelarnos, y bastardear, ya con la imposición, ya con la estafa desmedida, la obra sacratísima de nuestros libertadores,”47 como consecuencia de la “deformación psicológica” producida en los venezolanos por la “historia patria,” estructurada en torno al culto heroico basado en la leyenda de las guerras de independencia.48
Se actualiza, de esta manera, el anhelo de un nuevo saber histórico, pero no ya en la forma remota e ingenua como lo planteaba Luis Ruiz en 1891, cuando invitaba a hacer “historia verdadera, fotografiemos el pasado,” confiado en que tal vez ello ayudaría, “poniendo las cosas de ayer en su lugar, á fin de que puedan ocupar el suyo correspondiente los hombres de buena voluntad, en el mañana de nuestra existencia nacional,”49 sino entendido ese saber histórico como algo capaz de cumplir una expresa función formadora del pueblo venezolano, pues como realidad humana, la historia “no sólo mira al pasado para desenredar hechos y pulir tradiciones, sino también a la prosecución de los valores de la cultura,” concepción ésta apoyada en la convicción de que un pueblo:
es por ello tanto más histórico cuanto mayor vigor y penetración en el espacio y en el tiempo han alcanzado los “cánones” que conforman y dan unidad al genio colectivo. Nosotros, repito una vez más, así poseyamos una historia cuajada de hechos portentosos, que otras naciones envidian y aún intentan desfigurar, no la hemos asimilado de manera que sirva como espina dorsal para la estructura del pueblo. Por eso nuestra colectividad carece de resistencias que le permitan luchar contra los factores disvaliosos que se han opuesto, ora por los abusos de la fuerza, ora por los desafueros de los demagogos, y permanentemente por la mala fe de muchos de sus mejores hijos, para que opte una conducta reflexiva que lo lleve, tanto en el orden interno como en la relación exterior, a una recta concepción de la libertad, de la dignidad y del poder.50
El nuevo saber histórico permitirá llenar las carencias, en este campo, de un país que no ha asimilado “el pro y el contra de los acontecimientos, felices o funestos, que realizaron los hombres antiguos, y por tal razón carece de elementos críticos para sus juicios presentes.” Este es el objetivo: armar la conciencia crítica de un pueblo en el cual la historia no ha realizado todavía “su verdadera función de cultura,” y el cual “vive aún en la linda mágica de la liturgia de efemérides,”51 y de esta manera fortalecer la conciencia histórica, en el supuesto de que la historia, “tomada como disciplina funcional y no como ejercicio retórico, tiene fuerza para elaborar las grandes estructuras que hacen la unidad concencial de un pueblo,” y es sobre esa unidad de conciencia que “descansa el ‘canon’ que da fijeza a las naciones.”52
Sobre la base de estos supuestos, que estimo más un producto de la reflexión sobre los excesos de la historia patria y de su eje el culto heroico, particularmente concretado en el culto a Bolívar, que el resultado de la valoración crítica del alcance real de la historiografía como factor de la formación de la conciencia nacional, vista esa acción en correlación con los demás factores del complejo cultural, lo que se ha venido planteando es el diseño de una política cultural que potencialice el efecto de la crítica, dotándola del respaldo administrativo imprescindible para abrir nuevos caminos a la conciencia histórica de los venezolanos. Obviamente, al razonar de esta manera, quienes así lo hacen parecen no tomar debida nota de la relación funcional que existe entre la forma de la conciencia histórica contra la cual reaccionan y el aparato del Estado, primer beneficiario de la segunda religión, puesto que ésta provee una excelente palanca para la manipulación ideológica de la población. Por eso lo auténtico y lo quimérico de la afirmación de Mariano Picón Salas de que los venezolanos estamos urgidos “de una política cultural que nos enseñe qué somos, que más allá de la Historia heroica con resonante fanfarria de adjetivos, nos descubra nuestra verdadera Historia social.”53 Nada costaría añadir testimonios semejantes a éste, expresado en 1941. Ya he comentado, aunque muy brevemente, el curso seguido por las reformas pedagógicas en la enseñanza de la historia—no hablamos de los contenidos porque en éstos el cambio ha sido menos dramático y por lo general más aparente que real. No puede menos que sentirse cierta tribulación por el hecho de que más de cuatro décadas después no se requiera una búsqueda muy intensa para comprobar que sigue con vida algo parecido a la visión de la independencia que produjo en 1834 Fermín Toro, seguramente más bajo el imperio de la retórica que siguiendo los dictados de la razón y del conocimiento histórico. En sus “Reflexiones sobre la ley del 10 de abril de 1834,” para subrayar los estragos que la usura causaba en la sociedad, sostuvo que:
las ideas pueden llegar a tener su precio en el mercado, y el pensamiento convertirse en un monetario; pero cuando saliendo de este círculo mezquino y material se quiera explicar el hecho más portentoso de la revolución americana, la unión íntima y perfecta de tantas clases y castas diferentes, del negro y del blanco, del pardo y del indio, del señor y del esclavo, acordes todos en un mismo sentimiento de libertad e independencia; cuando quiera explicarse la ausencia de odios entre estas diferentes razas, los sacrificios mutuos, la confraternidad en los campos de batalla, la asociación pacífica en las reuniones populares y en las asambleas legislativas, la armonía nunca turbada en los negocios públicos y en las relaciones domésticas, forzoso es ocurrir a la influencia de las costumbres que bastaron para contrarrestar la influencia del sistema colonial; a los sentimientos desinteresados, a la prestación gratuita de servicios, al horror de parecer cometiendo extorsiones con el pobre, y a un uso, en fin, del dinero y de la riqueza, menos sórdido que el de la época actual.54
El objetivo: superar las visiones idílicas y deformadas de nuestra historia, que embotan la conciencia crítica y estorban la formación de una conciencia nacional acorde con los requerimientos de la sociedad venezolana contemporánea. Los medios: los que pueda disponer el poder público, en la medida en que éste quiera, busque o pueda zafarse del compromiso con los administradores del culto heroico, aquellos que solicitaron la intervención del Presidente Carlos Andrés Pérez “para que la calidad del venezolano, en cuanto a su identificación con el pasado, que es su legado cultural, que es su posibilidad de clarificación y lucidez de su destino como pueblo, no se continúe deteriorando por equivocada o injusta programación de la historia en Primaria y en Secundaria,”55 lo que esperan lograr, por supuesto, liberando la enseñanza de la historia de la influencia de las ciencias sociales y propugnando la enseñanza cronológica y sin solución de continuidad de la historia patria.
Conciencia Nacional y Culto a Los Héroes
Si la existencia de estructuras que integran al individuo en el marco de la nación, o en el de cualquier otra forma de organización sociopolítica—por ejemplo, en las diversas modalidades del socialismo, donde el estado nacional ha sido substituido por el estado socialista—constituyera la clave para diferenciar las respuestas de las sociedades a la excitación ideológica basada en el culto a los héroes, ¿cómo entender el caso del recurso a Alexander Nevsky, de que hemos hablado? Podría responderse que la figura histórica de Nevsky fue adaptada, no hasta hacer de él un precursor del socialismo—lo que habría sido francamente ridículo—sino haciéndola representar un momento de apogeo de valores que, sea dicho de paso, son vistos de esta manera como si fuesen de vigencia poco menos que intemporal. Así, en este caso lo que se pone a valer es la aptitud del personaje histórico para simbolizar el patriotismo, el orgullo de un pueblo y de una cultura, la resistencia al opresor—el amor a la libertad—aunque haya sido en un mundo poblado de siervos. Pero esto último es convenientemente dejado fuera de la evocación, como se vacía todo el pasado heroico de cuanto pueda contrariar la intención de la operación ideológica. Al vincularse con esa evocación la forma de organización sociopolítica logra cuando menos tres cosas: en primer lugar, se inserta expresamente en una línea de continuidad histórica, la cual de hecho refuerza su legitimidad; en segundo lugar, ampara su existencia en la vigencia de valores que adquieren, de esta manera, la respetabilidad que les depara el pasado histórico; y por último, estimula la movilización de las fuerzas que conforman el más puro y elemental patriotismo, materia prima básica para fabricar héroes y pueblos disciplinados.
En otras circunstancias quizá habría bastado con ofrecer al combatiente la salvación de su alma, como acontece en las guerras santas de todos los tiempos, y posiblemente habría sucedido lo que al parecer, y de ser cierto lo que pretenden algunos observadores, ha causado hoy gran impresión a los dirigentes irakíes, es decir, el comprobar que algunos guardias revolucionarios iraníes ni siquiera intentaron disparar sus armas cuando cargaron en oleadas fanáticas contra las trincheras en los alrededores de Basra. ¿Quizá porque su objetivo individual no era lograr la victoria sino alcanzar la gracia de Dios?
En materia de motivaciones del heroísmo individual siempre habremos de topar con el más elemental: en todos los tiempos ha habido mercenarios. Lo fueron los soldados y oficiales británicos, condenados a la miseria y a la disminución social una vez licenciados después de las guerras napoleónicas, quienes vinieron a Venezuela, bajo contrato, a vivir la terrible experiencia de una guerra bárbara por una causa que muy pocos de ellos llegaron a estimar. Mercenarios gurkas, mercenarios puertorriqueños, pero ¿qué impulsaba al soldado procedente de Harlem o del Bronx, a morir combatiendo en los arrozales de Viet Nam? Podrían multiplicarse las preguntas. Estas y la búsqueda de respuestas componen una disciplina, la sociología militar, cuya importancia estratégica es evidente. Parece llegarse a una respuesta según la cual el condicionamiento ideológico, cualquiera que éste sea, ha de operar sobre la base de ciertos mecanismos propios de la sociedad militar, que determinan conductas solidarias capaces de impulsar a los hombres a realizar actos de heroísmo, de diverso nivel. Este asunto, cuya importancia y proyección supera el ámbito de la inquietud historiográfica, tiene que ver con las concepciones, muy en boga, de la llamada doctrina de la defensa nacional integral, en lo que concierne a la coherencia ideológica requerida en el cuerpo social para que éste sea capaz de reaccionar en forma determinada.
La conciencia histórica tradicional venezolana quiere que el pasado heroico, y específicamente Simón Bolívar, sirvan a un tiempo de acicate y de escudo que permitan compensar las alegadas deficiencias estructurales del pueblo venezolano. Bolívar ha de ser un paradigma, siempre presente pero inalcanzable en su perfección por cuanto le sirve de base un patrón deificado. El pueblo cumple, en estas circunstancias, un rol más bien receptivo, por no decir pasivo; el cual, por otra parte, se corresponde con el que, según la historia patria, desempeñó en los momentos cuando la excelencia del paradigma—o sea durante las guerras de independencia—llevó ese pueblo a realizar tareas que estaban muy por encima de sus facultades demostradas, antes y después.
Son estos círculos ideológicos, en los cuales se combinan la conciencia nacional—en sus tres niveles de expresión ya reseñados: conciencia bolivariana, conciencia crítica y conciencia histórica—con el culto a los héroes que nutre la historia patria, y con el culto a Bolívar que corona todo el edificio, los que relevan cuán necesario es, para estudiar el funcionamiento de la conciencia nacional venezolana, el someter a cuidadosa valoración los términos héroe y pueblo, y sus correlaciones recíprocas. Pero, a su vez, la comprensión del modo cómo se articulan la conciencia nacional y el culto a los héroes hasta el punto de confundirse, exige tener presentes los fundamentos históricos de esa articulación. De otra manera correríamos el riesgo de desorientarnos en nuestra interpretación por efecto de lo forzado que hoy puede lucir esa identificación.
El hecho cierto de la guerra a muerte no sólo marca el origen de la República venezolana, sino que arropa cualquier otro origen. Basta tener un cierto grado de conocimiento de las guerras de independencia en Venezuela, particularmente entre los años 1814 y 1820, para percibir lo fundado de esa afirmación: “Sobre doscientos mil cadáveres levantó Venezuela su bandera victoriosa; y como siempre en los fastos modernos, la República esclarecida en el martirio se irguió bautizada con sangre.”56 Sobre esta base ha sido posible asentar la creencia, no siempre explícita, de que la violencia no sólo fuese la partera de algo que se formaba por obra del proceso social, sino que llegase a convertirse en el más preciado—y para algunos el único—título de la existencia republicana. Por ello la fórmula que permite identificar la conciencia nacional con el culto a los héroes trasciende la justicia del reconocimiento, y al postularse que “quien glorifica a los Héroes honra a la Patria,”57 se conforma un universo heroico, “La Epopeya,” en el cual Simón Bolívar desempeña un rol primordial, por ser “el primero de tus hijos ¡oh Patria! el primero de tus héroes ¡oh América! El Gran Libertador de pueblos y naciones ¡oh humanidad!”58
Sentadas estas premisas, la conclusión obligante es obvia. En su expresión positiva esa conclusión impone la glorificación de los héroes como instancia imprescindible para la consolidación y preservación de la nacionalidad. En su expresión negativa forma el anatema impuesto a quienes sean sospechosos de regatear sobre el significado de los héroes, o de cuestionar las exigencias de la liturgia de que se les rodea. A ellos va dirigida la admonición: “Esos muertos … debieran ser sagrados; sus faltas, si alguna cometieron, desaparecen ante el supremo esfuerzo que hicieron por la patria. Oscurecer el brillo que irradia su memoria es desgarrar nuestra epopeya,”59 la cual queda en definitiva representada tan sólo por Bolívar, a quien la Revista de las Fuerzas Armadas de Venezuela llegó a consagrar como “único fundamento de nuestro orgullo!”60
Pero no se trata solamente del legítimo orgullo despertado en los venezolanos por la personalidad, la obra y el pensamiento de Simón Bolívar, puesto que lo realizado por él y por quienes combatieron junto a él es “la afirmación categórica de ser, la afirmación categórica de la nacionalidad que se ha encontrado a sí propia.” Esta convicción queda convertida en una “manda paterna y de honor,” la cual, “por ley … de la herencia … alienta y persiste en nosotros mismos y, aunque en diversa forma cada vez, debemos renovarla a cada instante.”61 El cumplímiento de la manda es parte del fundamento doctrinario del culto heroico. Condensada en la expresión “seremos porque hemos sido,” se corresponde con una necesidad espiritual observada por Federico Nietzsche cuando se preguntó “¿Por qué, pues, la contemplación monumental del pasado, el interés por lo clásico y raro de los tiempos pasados, puede ser útil al hombre de hoy?” La respuesta radica en la necesidad que tiene el hombre de hallar justificación y estímulo para enfrentar su presente: “El hombre concluye que lo sublime que fue, fue posible en otro tiempo, y será, por consiguiente, también posible algún día.” Como resultado de esta gestión, al parecer ingenua, del sentido histórico, el hombre: “Sigue valerosamente su camino, pues ahora ha superado la duda que le asaltaba en las horas de desfallecimiento y le hacía preguntarse si no corría acaso tras un imposible.”62
1. El culto a los héroes: Fundamentos y funcionamiento de su confusión con la conciencia nacional
El punto de partida de la fundamentación y el funcionamiento de la confusión creada entre conciencia nacional y culto a los héroes es el concebir la patria como una herencia que ha sido dilapidada, en un proceso social caótico, destructivo de esperanzas hasta el punto de que los venezolanos, “convencidos de que el culto que aprendimos de nuestros padres ha sido una tabla que nos han arrojado las borrascas de la patria,” como decía Lisandro Alvarado en 1886, sobrellevamos el infortunio del presente, compuesto ya sea de las guerras civiles que le hicieron decir que las “espantosas escenas ocurridas en las dos revoluciones que contamos desde 1810 hasta nuestros días, apenas darían piedras tumulares para un día de impiedad,”63 ya sea de los graves problemas sociales que han conformado un inacabable tránsito de ignorancia, opresión, miseria, y enfermedad. Ante esa realidad, el uso y el abuso de la tabla de salvación espiritual, según la ruda expresión de un personaje novelesco de Laureano Vallenilla Lanz, ministro de relaciones interiores del dictador Marcos Pérez Jiménez: “Yo censuro a quienes se revisten del recuerdo como de una cáscara y no dejan pasar la luz. Se momifican. Siempre me ha mortificado esta tendencia tan venezolana a embriagarse con glorias pretéritas, a gorrear a los héroes, sin preocuparnos por imitarlos.”64
Pero la “tendencia tan venezolana,” ni es tan venezolana ni puede ser rechazada a la ligera. Parece corresponder a una necesidad espiritual que regiría para los venezolanos, en todo caso, con especial vigor, como lo estimó Alberto Adriani al decir que “tenemos necesidad de los entusiasmos de las edades heroicas, cuando los hombres se creían libres de obrar y de pensar, y el mundo estaba lleno de grandes esfuerzos y embellecido por grandes empresas,”65 porque ese recurso al pasado tiene todo el sentido de búsqueda de un instrumento que nos ayude a superar el presente, es decir un instrumento de redención. Es el “lo que nos está haciendo falta,” variante de la frase hecha, tantas veces pronunciada: “En este país lo que hace falta,” con que suele cerrarse el diagnóstico del presente en la conversación cotidiana, en la recreación literaria y en el discurso político. La forja de ese instrumento de redención parte siempre del mismo material básico, es decir, la vida, la obra y el pensamiento de Simón Bolívar. Sería inagotable el enunciado de testimonios de apoyo, así como sería prolijo el des sus matices. Tan sólo como muestra de hasta qué extremos puede llegar la falta de claridad conceptual en este ejercicio intelectual, y hasta dónde puede llegar el recurso a la irracionalidad que alienta en su fondo, vale la pena citar las palabras del escritor Ramón Díaz Sánchez en la IV Asamblea Nacional Bolivariana, en julio de 1964:
Tenemos la necesidad de penetrar, de estudiar más el espíritu de Bolívar, para extraer de él no la enseñanza teórica de la obra de Bolívar. Lo que nos hace falta para hacer efectivo al libertador Simón Bolívar es penetrar su conciencia. Y esto no es una cosa teórica sino de comprensión, de amor, que trasciende más allá de las meras palabras, para convertirse en una filosofía. Y esto es lo que nos está haciendo falta.”66
El propósito de hacer que el culto a los héroes, y particularmente el rendido a Bolívar, sirvan a tan altos objetivos como podrían serlo la trans formación y el mejoramiento de la sociedad venezolana, no es óbice para que sirvan al mismo tiempo en la cotidiana labor de sentar patrones edificantes para los niños, a quienes “hay que hablarles de las virtudes y hazañas de nuestros héroes y estimularlos al culto del bien y al amor de la libertad,”67 y para el pueblo, como lo pretendiera el General Eleazar López Contreras cuando, de visita en la población de San Félix, en setiembre de 1938, preguntó por la existencia de “algún sitio evocador del recuerdo de un hecho magno que estuviese relacionado con la historia de la localidad o de la Guerra de Independencia,” y al contestársele negativamente, “expresó sus sentimientos,” agregando: “Cuando la leyenda no existe es necesario crearla, porque entre otras cosas, eso forma la vida espiritual de los pueblos.”68
En ese clima intemporal, y para cumplir tal función fue escrita Venezuela heroica, publicada con motivo de la conmemoración del centenario del nacimiento de Simón Bolívar, en 1883. Al hablarse de clima intemporal quiere significarse la perduración artificial, por efecto del culto a los héroes y con lo que implica de escamoteo del presente, de las circunstancias específicas de la aparición de la obra, según las caracterizó acertadamente Santiago Key-Ayala: “La generación que hizo la Independencia entrega directamente, sin intermediarios, a la generación que llega, sus recuerdos idealizados por la distancia. La juventud junta en una sola imagen la pintura real de la guerra que presencia y en que es actora, con la pintura idealizada de la guerra de sus padres. “69 Su finalidad no era estudiar el pasado, pues: “No nos ha ofrecido historia científica, ni precisión de datos numéricos, ni filosofía determinista,” sino cuadros históricos cuya finalidad, estimular, es hasta tal punto realizada que “los venezolanos leemos todavía sus cláusulas vibrantes, y no podemos leerlas con frialdad, sino que resonamos con ellas y un soplo de orgullo nos besa el alma, y levanta de ella con vida nueva el polvo de oro de esperanzas y fe en el destino de la patria,”70 como bien lo advirtió José Martí al destacar en el prólogo la potencialidad ejemplarizante de su mensaje:
Pero este libro es una llama; y su calor conforta y gusta. He ahí el libro de lectura de los colegios americanos: Venezuela heroica: he ahí el premio natural del maestro a su discípulo, del padre a su hijo. Todo hombre debe escribirlo: todo niño debe leerlo; todo corazón honrado, amarlo. De ver los tamaños de los hombres, nos entran deseos irresistibles de imitarlos.71
Atentos a esta potencialidad de la obra como instrumento para la formación patriótica de la juventud, los comisionados para promover la coronación simbólica de Eduardo Blanco, consignaron en su dictamen de 24 de abril de 1911 que ese “libro no debe salir de las manos de la juventud, cuyo ánimo podrá avivarse, con el aliento robusto que de él trasciende, para las recias luchas que le reserva el porvenir, y se enardecerá al fuego del amor patrio,” razón por la cual recomendaron la reimpresión de la obra con motivo del centenario de la firma del acta de la declaración de independencia, a fin de que “leída en los hogares venezolanos, entone las fibras fláccidas del patriotismo amortecido.”72 La reimpresión se justificaba, pues la “quinta edición hecha en 1904, se agotó quizá más rápidamente que las cuatro anteriores.”73
El responder a la necesidad de satisfacer una necesidad social, el hacerlo en un tono74 acorde con las expectativas de la sensibilidad maltratada por un sentimiento de decadencia, y su utilización deliberada para el efecto, explican la rapidez, la intensidad y la extensión de su arraigo en el público, superando la barrera del analfabetismo que afectaba a más del 80 por ciento de la población: “La circunstancia muy rara entre nosotros, donde realmente no existe el hábito de la lectura, de que esa obra haya alcanzado una quinta edición, indica, de manera elocuente, cómo el pueblo venezolano ha apreciado los hermosos cuadros trazados por la pluma de tan noble escritor.”75 Encontramos la consagración literaria de este hecho sin precedente en el Cantaclaro, de Rómulo Gallegos, la difusión de cuya novela Doña Bárbara es quizá la única que pueda compararse, hasta el presente, con la alcanzada por Venezuela heroica. En posesión de Juan Parao, representativo de un bajo nivel social y cultural, se hallaban libros, “Pero no sólo pringosos novelones de capa y espada sino también un volumen, bien cuidado, de la Venezuela heroica y otro de la Ilíada,” leídos y vueltos a leer por el tosco llanero.76
El alcance formativo de Venezuela heroica en el ámbito del culto a los héroes, y como factor de la confusión del mismo con la conciencia nacional, puede apreciarse por el hecho de que ya en 1911 era considerado el “libro que hasta el presente es la más hojeada historia de nuestros máximos héroes,”77 hasta el punto de ser denominado “el libro de la Patria,”78 superando en esta función a la Biografía del General José Félix Ribas, primer teniente de Bolívar en 1813-1814, por Juan Vicente González, y a la Vida del Libertador Simón Bolívar, por Felipe Larrazábal, de no menos encendido patriotismo ambas. Dejando de lado diferencias estilísticas, muy significativas, sin embargo, quizá la explicación de este hecho radique en que, como lo señaló el General Pedro Arismendi Brito, el libro de Eduardo Blanco es “el homenaje más íntimo y menos controvertible que se ha hecho hasta hoy a la gloria de nuestra Patria y al renombre de nuestros héroes.”79 Si bien es cierto que no es fácilmente perceptible en la obra de Eduardo Blanco el compromiso con circunstancias políticas de su presente, lo que habría afectado la neutralidad de su mensaje dirigido al patriotismo y sólo al patriotismo, quedaría por evaluar cuánto de su alcance se explica por la acción del poder público y por la posición del autor en el seno del mismo, revelándose de esta manera un caso destacado de utilización política expresa del culto a los héroes mediante la difusión, bajo patrocinio oficial directo e indirecto, de una obra cuya lectura, según Víctor Manuel Ovalles, tiene efectos tan portentosos que “es algo así como darse un baño en la piscina de la inmortalidad y sentirse reanimado con el espíritu del patriotismo que emerge de esas brillantes páginas.”80 Estos efectos fueron considerados por Félix Quintero como el mérito de la obra, “porque levantar el espíritu público, mantenerlo siempre predispuesto para acometer todo género de sacrificios por la Patria … es haber pensado hondamente en la filosofía y en la moral.”81 No en balde para José Martí la lectura de Venezuela heroica: “Es un viaje al Olimpo, del que se vuelve fuerte para las lides de la tierra, templado en alto yunque, hecho a dioses.”82
2. La confusión entre conciencia nacional y culto a los héroes: Su uso político y los excesos
Las consecuencias del uso político de la confusión creada entre conciencia nacional y culto a los héroes, y de los excesos cometidos en ese sentido, han creado, por lo general, situaciones dramáticas que han repercutido cruelmente en el pensamiento venezolano, representado sin embargo por quienes no pueden ser sospechosos de inmunes al culto, sino que por el contrario se erigen en defensores de su autenticidad. Nadie más bolivariano, quizá, y nadie hasta entonces con más recursos para abonar su fe, seguramente, que Juan Vicente Gómez, dedicado casi cotidianamente a enaltecer el culto de que es objeto el Libertador, como acto de devoción personal pero igualmente con el propósito de amparar bajo su prestigio, universal entre los venezolanos, su obra de dictador. No obstante, el resultado, apuntado por Andrés Ponte, no pudo ser más adverso: “Los venezolanos, con el abatimiento, han perdido el sentimiento nacional: el bagre [apodo dado a Juan Vicente Gómez, aludiendo probablemente a sus bigotes] hasta eso ha destruido,”83 y esto en medio de los excesos de la exaltación bolivariana que hicieron exclamar a M. Ramos-Sucre: “¡Y quien no se indigna también al ver cómo se complacen en profanar tu nombre [el de Bolívar] y tus glorias los buitres inmundos del servilismo!”84
Tiene precedente este balance. Fue sacado también para quien puede aspirar al título de fundador del culto a Bolívar, en el sentido de haberlo constituido en palanca ideológica de la acción política gubernamental, partidaria y personal, Antonio Guzmán Blanco. El saldo de sus afanes, una triste realidad, en las palabras de Rafael Fernando Seijas en 1891:
Creen muchos que no existe en Venezuela el sentimiento de la nacionalidad que tan irresistiblemente contribuye en los países cultos al progreso general, artístico, literario, científico y político. Ello es el resultado de las largas dictaduras que nos han dominado, dejando huella bien marcado de su paso, de sus hechos y de su influencia. No se siente ahora, como en los primeros tiempos de la República, orgullo, gloria de ser venezolano, porque al funesto alcance de los dictadores no han escapado invulnerables los hombres de la Independencia: se les ha denigrado comparándolos con caudillos vulgares, follones y rapaces, callando a los buenos ciudadanos para que no denunciasen semejantes iniquidades. Atribuíase a fábula sus hechos más notables, porque de algún modo debía la envidia mostrar sus ocultas garras. Esto dicho, pregonado y sostenido por la prensa durante largos años, se abría paso en el ánimo de los jóvenes y se creaba atmósfera de realidad. ¿Pues no saltaba a los ojos que si estos hombres eran iguales, o comparables a aquéllos, eran sus hazañas para contarse por mentiras, y sus proezas por cuentos, y sus glorias por patrañas de la adulación? A la verdad que, al ser así, buena razón había para desamar la patria y no creerla digna ni de nuestro afecto, ni de nuestros servicios, ni de nuestra vida. Bien pensaban también otros que, en presencia de la invasión inglesa [se refiere al intento de llevar la frontera de la entonces Guayana Británica casi hasta el Orinoco], se habrían holgado de ser conquistados por nación tan emprendedora y tenaz como la británica.
Como anunciando lo que tantas veces ha sido planteado, y en diversas ocasiones, tras el alegato de Seijas contra el devastador efecto de la vanidad bolivariana de Guzmán Blanco interviene la recomendación destinada a producir la revitalización del culto, y por lo mismo de la conciencia nacional de los venezolanos, tan maltratada por el desgobierno precedente: “Pero ahora que recobra la luz su imperio y se disipa la influencia de la dictadura y se borran sus costumbres, bueno sería redimir con buenos ejemplos de gobierno, con lecturas patrióticas, en conferencias públicas, el debilitado sentimiento de la nacionalidad venezolana.”85 Acaso Seijas, por su rechazo a lo que él llama la dictadura de Antonio Guzmán Blanco, y a la posición de Eduardo Blanco en ésta, no advirtió que justamente baja los auspicios del primero había entrado en circulación el que, poco después, sería tenido por el instrumento más idóneo para promover la regeneración del espíritu nacional, vale decir para poner el culto a los héroes al servicio de una nueva dictadura política, en este caso la de Juan Vicente Gómez. Esta valoración oficial de la obra de Eduardo Blanco quedó claramente expresada por la función pública denominada “Coronación de Eduardo Blanco,” dispuesta por Emilio Constantino Guerrero cuando, como presidente de la Corte Federal, se encargó durante diez días de la presidencia de la República, en 1910, ya nombrado Juan Vicente Gómez Presidente. La iniciativa fue confiada en una carta pública a una junta formada por Agustín Aveledo, Miguel Páez Pumar, J. M. Núñez Ponte, Rafael Acevedo y Víctor M. Ovalles, “todas personas de indiscutible competencia,” según la crónica de Diego Bautista Urbaneja.86 La coronación tuvo lugar en una velada artístico literaria, “verdadera apoteosis,” celebrada en el teatro municipal, la noche del 28 de julio de 1911, seis meses antes de morir el homenajeado. Participaron: “Las Academias de la Lengua y de la Historia, a las cuales pertenecía el laureado; la prensa, que le ofrendó una pluma de oro; los literatos, los poetas y las más distinguidas damas de la alta sociedad de Caracas”, de acuerdo con la nota a la XI edición de Venezuela heroica, de 1935.
De esta manera honró Juan Vicente Gómez a quien, el 23 de mayo de 1905, en el acto de inauguración de la primera estatua del que fuera su protector, José Antonio Páez, dijo en presencia del Presidente Cipriano Castro que para “desagraviar la patria historia y el patrio heroísmo, necesario ha sido que otro héroe, enamorado cual nuestros héroes clásicos de la gloria inmortal, sin dolientes tristezas por nuestras augustas excelsitudes, y ardiendo en el santo amor de la Justicia y en el más acendrado de la Patria, descendiera un día como violento alud de la alta sierra andina.”87
Es una muestra, tan sólo, del incesante contrapunteo que en esta materia se ha desarrollado en Venezuela, entre gobiernos, entre gobiernos y oposición, entre partidos y aún entre personas e instituciones. Sin poner nadie en duda la legitimidad del culto a los héroes y en particular a Bolívar, difieren las voces en cuanto a autenticidad, modos y eficacia del culto. Así, mientras Elías Pérez Sosa, en el Congreso Bolivariano de Venezuela, de 1938, afirmaba que ya “resulta hasta antibolivariano seguir compartiendo la decadencia del panegírico”, y sostenía que en adelante lo importante sería que cado uno asumiera la responsabilidad de su labor, porque de “lo contrario, grave será la culpa, y mayor la responsabilidad de los que no sean capaces de sufrir la patriótica grandeza de aquel pensamiento que mata [es decir la Patria],”88 el General Eleazar López Contreras, el 5 de julio de 1940, se dirigió al Segundo Congreso Bolivariano de Venezuela, exponiendo meridianamente las expectativas de su gobierno en relación con el culto a Bolívar, promovido por la Sociedad, la cual “tiene un importantísimo papel en la estructuración social venezolana,” tanto por su aporte esperado “a la obra material, necesaria y útil para nuestro adelanto,” como “porque ella orienta los espíritus hacia la unión y la solidaridad, único medio de hacernos fuertes para resistir con éxito las contingencias de la hora angustiosa que vive la humanidad.”89 Poco antes, el 18 de abril de 1936, el pueblo reunido durante un mitin celebrado en Maracaibo en rechazo del gomecismo y en apoyo de la democratización del país, había prestado “juramento de libertad del pueblo en masa ante las cenizas sagradas del Libertador.”90 Unos años más tarde, el 30 de junio de 1955, en la celebración de la Semana de la Patria, decretada por el dictador Marcos Pérez Jiménez para honrar a los héroes y estimular al patriotismo, esperando de paso echar sobre su gobierno algo de legitimación, José Salazar Domínguez se preguntó retóricamente: “¿Quién no siente en su sangre y en su espíritu esta enervante vibración de entrañable apego a todas las formas de admiración y de respeto a nuestros héroes?”91 La respuesta afirmativa la daban los miles de venezolanos que, forzados por las circunstancias, deseosos de hacerse notar y aun simplemente curiosos, demostraban su sensibilidad patriótica ante el dictador, permitiéndole con ello afirmar que su regimen se correspondía con la tradición heroica y bolivariana, pretendida esencia de la venezolanidad, como solía decirse entonces.
3. La confusión entre conciencia nacional y culto a los héroes: Su cuestionamiento
En el origen fue Carlyle. Ello corresponde a una manera de ver el asunto que es la más obvia y trajinada cuando se trata de comprender un rasgo cultural de los latinoamericanos, es decir la explicación a partir de las influencias europeas y de su realización, necesarimente degradada, en suelo americano. Pero, algo hay de positivo en este enfoque, pues conduce inevitablemente por la vía de una revisión del concepto de héroe y de la capacidad de éste para hacer la historia. En realidad, esta visión parece ser parte del asunto, pero no la explicación del mismo: sólo podría serlo si admitiéramos previamente que los historiadores son capaces de conformar la conciencia nacional, es decir, si admitiéramos que pueden ir más allá de aportar algo a la formación de una conciencia histórica que se asienta en procesos sociales de ámbito más vasto y primordial, como los que integran la estructura de poder interna de la sociedad venezolana, procesos en los cuales las estructuras de todo género, desde la económica hasta la ideológica, se combinan en un todo intrincado y avasallante.
Parece más prudente hablar de una conjunción de factores: las circunstancias históricas, los requerimientos y las motivaciones todavía no bien esclarecidos de la conciencia individual y colectiva o social, y la real influencia de la historiografía en la conformación de la conciencia nacional, particularmente en naciones incipientes. Es un error ver la resultante de estos factores como un equivocado seguimiento del pensamiento de Carlyle, cual lo pretendió Eddie Morales Crespo cuando afirmó que: “En el desarrollo histórico de la personalidad latinoamericana se advierte como nota dominante una especie de degenerado culto a las ideas de Carlyle,” es decir un Carlyle mal comprendido, tergiversado y adaptado impropiamente a una realidad socio-histórica por completo ajena a la tenida en cuenta originalmente por él: “el esquema de Carlyle no ha tenido fortuna al pretenderse aplicarlo a medios culturales de menor evolución que el europeo.” De allí que en Latinoamérica “la que podría denominarse escuela de Carlyle no es sino una lamentable aberración de las ideas del filósofo.” Por esta vía de pensamiento se llega a la rotunda conclusión de que: “Un degenerado culto a Carlyle es la droga del desenvolvimiento histórico latinoamericano. “92
De hecho, el culto a los héroes deformado por el mito carlyleano deformado y deformador de la conciencia nacional no es el único mito que padecemos. A él se unen otros, integrándose en un complejo de condicionantes psicológicos que según César Zumeta inhibe la potencialidad del pueblo venezolano. En 1899, preocupado porque se llegó a pensar que “el peligro de desaparecer por absorción existía sólo en cerebros pesimistas,” hizo en su obra El Continente Enfermo una desgarradora advertencia: “El mito de que nuestras cualidades guerreras, la quiebra de nuestras montañas, el clima tórrido y sus insectos y sus pestes bastarían a dar razón del invasor, aquietó el sobresalto en los espíritus y, al arrullo de nuestras tradiciones de gloria, nos dormimos en el enervamiento de un fatalismo oriental, corruptor e ignaro.”93
Pero es el mito relacionado con el culto a los héroes el que presenta mayor peligro para la conciencia nacional de los venezolanos, por cuanto nos sustrae del presente confinándonos en el pasado: “Lo cierto es que vivimos del pasado, y esta conciencia de lo que fue, hace más melancólica la hora presente y pone un sabor de pesadumbre en la justa ansiedad del porvenir.”94 E. Pérez Sosa ratificó poco después este pensamiento, añadiéndole: “eso es, precisamente, lo que en cien años hemos hecho: ¡Vivir del pasado mientras cambiábamos de amo!”95 Es decir, vivir en y de un pasado mientras usufructúan nuestro presente monstruos a quienes divinizamos, como los caimanes cuya representación hierática en el antiguo Egipto hizo reflexionar con asombro al doctor Carnevali Monreal, mientras los observaba junto con el general Cipriano Castro en los ríos llaneros, lo que le hace preguntarse a Mariano Picón Salas: “Pero ¿es que la propia Historia de Venezuela no le enseñaba que también nosotros divinizamos a los caimanes, metamorfoseados en hombres?”96
El acogerse al pasado lleva implícita cierta repulsión por el presente, hasta el punto de juzgarlo indigno, lo que indujo a ignorarlo y a identificar el pasado con los héroes, como si sólo héroes hubiese habido en el pasado. No se trata sólo de un triunfo de la concepción individualista de la historia. Es algo más: es la evocación selectiva del pasado en función de la inconformidad causada por el presente. Esta operación, en la que pone más el sentimiento que la razón, puede tener graves repercusiones actuales. Joaquín Gabaldón Márquez observa la reacción que se produce cuando se intenta comparar a algún personaje contemporáneo con los de la Independencia. Se suele rechazar la comparación porque “aquéllos eran otros tiempos y otros hombres,” y que “no se pueden hacer comparaciones, sin peligro gravísimo de caer en los terrenos del sacrilegio.” Juzga equivocado este enfoque, afectado por “la lejanía de la historia,” capaz de “deformar, aumentando o disminuyendo en extremo grado, nuestra visión dimensional de los tiempos pasados.” Su conclusión representa una acusación seria contra la historiografía tradicional, por su supeditación de ésta al culto a los héroes:
Esa visión, equivocada, a mi juicio, de aquéllas épocas y aquellos hombres, me parece ser, entre otras, causa de ilusiones innecesarias, y, lo que es más grave, causa de que la historia misma, además de convertirse en una suerte de pura leyenda heroica, haya fallado, a menudo, en la función que le atribuía Cicerón, de enseñarnos a vivir nuestras propias vidas, así en el plano de lo personal como en lo colectivo.”97
En consecuencia, se planteó la necesidad de enderezar la relación pasado-presente, en un sentido de rescate de este último: “Soy, no obstante, el primero en reconocer, que nunca como ahora nuestros pensamientos deben seguir las huellas de esa vida [la de Bolívar] sin par,” declara Elías Pérez Sosa en 1938, para advertir: “Pero no dentro de la actitud pigmaliónica en que hemos vivido toda una centuria, sino con una más recta visión de la humanidad. “98 El enderezamiento de la visión histórica nos permitirá formarnos una correcta noción de la Patria no como un legado sino como un hacer, ya que “La Patria no es un ídolo que se conforma con el culto, sino una realidad que es preciso trabajar en común,”99 con lo cual se cerraría un ciclo historiográfico que ha deformado la conciencia nacional: “El culto de nuestro pasado heroico que entendido bien, sentido como fuerza dinámica, conjugado en tiempo presente, pudiera actuar como un gran estímulo educativo en los venezolanos, se había momificado en la fraseología y la vanagloria,” observa Mariano Picón Salas en 1942, para dar paso a una implacable sentencia: “Venezuela era un País que miraba hacia atrás mientras le iban cayendo las ruinas de su existencia presente. Parecía mantener—cuando otros pueblos se lanzaban con audacia a las nuevas creaciones de la Economía y de la Técnica—su lamentable vocación de pueblo sepulturero.”100
Pero se equivocaba Mariano Picón Salas cuando, llevado por el entusiasmo provocado por el cambio político ocurrido a partir de 1936, hablaba en pasado de los estragos causados por el culto heroico tradicional. La lucha por enderezar la relación pasado-presente sigue planteada, pues la visión de la historia basada en la confusión entre la conciencia nacional y el culto heroico no se ha quedado corta de argumentos, ni abandona sus viejos y ya probados alegatos, ya sean los emotivos a la manera de Eduardo Blanco cuando invocaba el símil con la importancia del pasado heroico para el pueblo griego, “hoy degenerado y abatido,” y concluía que “en la postración en que hoy vegetan, alientan sólo con los recuerdos del pasado, y conculcarles su historia, que es su orgullo, es condenarlos a eterna obscuridad”;101 ya sean las justificaciones racionales a la manera de Manuel Díaz Rodríguez cuando afirmó que: “No tiene desinteresada razón de ser el reproche que a los de Venezuela se nos dirige a menudo, de llevar siempre los ojos vueltos al pasado,” escribía en 1914: “¡Cómo si el pasado no hubiese contenido ya, en su misma virtualidad, el presente y el futuro, y fuera cosa inerte, apenas dato histórico, o vana exposición de arqueología!,” el resultado es el mismo, es decir la ratificación del culto rectificado como remedio:
Cierto que no debemos abstraemos en la contemplación de la obra de nuestros grandes hombres, al punto de que olvidemos cumplir la nuestra. Pero, aparte de que podemos usar como nos plazca de nuestro derecho indiscutible al tesoro único de nuestro pasado, necesitamos del pasado para la perfección del presente y, aunque nuestra obra haya de ser por fuerza muy distinta, debemos inspirarnos en la vida y obra de nuestros héroes, para que en la muestra perdure cuando menos la fisonomía hereditaria, el sello del origen, y pueda así renovarse y vigorizarse de continuo en sus fuentes propias el espíritu nacional.102
Queda de esta manera abierta la puerta para que resurjan las visiones del primer día, para que se sigan cultivando los exabruptos, y para que, en el mejor de los casos, se procuren soluciones conciliatorias que perpetúen el culto.
Según Tulio Febres Cordero, citando a José Gil Fortoul, “Sobre crítica histórica. La revolución separatista de 1850,” en Obras completas, 6 vols. (Bogotá, 1960), III, 198.
Véase el Capítulo III de mi obra El culto a Bolívar, “Las condiciones ideológicas primarias de un culto” (Caracas, 1973).
El Coronel Juan Manuel Sucre Figarella, Director de la Escuela de Artillería y Blindados, en discurso pronunciado con motivo del XV Aniversario de la misma, dijo que sus palabras, a la vez que “nos permiten honrar la memoria de los que nos dieron esta Patria libre y soberana,” sirven “para dar cumplimiento a lo que manda el Art. 46 de la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas Nacionales, al referirse a los ‘Deberes de los Militares de Tierra, Mar y Aire,’ y que textualmente dice: ‘El más santo de los deberes militares será el amor a la Patria y el respeto y admiración constante hacia sus libertadores .” El Nacional (Caracas), 18 de junio de 1967.
Guillermo A. Sherwell inicia su Simón Bolívar: Patriot, Warrior, Statesman, Father of Five Nations (Baltimore, 1930), p. 1, con esta comprobación: “In the history of peoples, the veneration of national heroes has been one of the most powerful forces behind great deeds. National consciousness, rather than a matter of frontiers, racial strain or community of customs, is a feeling of attachment to one of those men who symbolize best the higher thoughts and aspirations of the country and most deeply impress the hearts of their fellow citizens. Despite efforts to write the history of peoples exclusively from the social point of view, history has been, and will continue to be, mainly a record of great names and great deeds of national heroes.”
Mario Briceño-Iragorry, Mensaje sin destino (Ensayo sobre nuestra crisis de pueblo) (Caracas, 1952), p. 35.
Santiago Key-Ayala, “Eduardo Blanco y la génesis de Venezuela heroica”; Eduardo Blanco, Las noches del Panteón (Caracas, 1954), pp. 199–200.
El centenario de 1930. (Recopilación de homenaje y de recuerdo histórico a la memoria del Libertador Simón Bolívar) (Caracas, 1931), p. 12.
Mario Briceño-Iragorry, “Discurso como Presidente del Congreso, el 24 de junio de 1925,” en Celebración del día de Carabobo y del Ejército (Caracas, s.f.), p. 9.
”El examen de nuestros anales habrá de llevarnos fatalmente a la conclusión de que poco hemos hecho en el camino de enrumbar la República por las vías de dignidad humana que prendió la llama del heroísmo en el corazón de los constructores de la Patria.” Ibid., pp. 9-10.
Manuel Díaz Rodríguez, “Recuerdos,” en Sermones líricos (Caracas, 1918), pp. 332-333.
J. B. Bance, In memoriam Miguel José Sanz (Caracas, 1942), p. 3.
Mariano Picón Salas, Viaje al amanecer (Caracas, 1962), p. 36.
Juan Vicente González, “Mis exequias a Bolívar,” en La doc trina conservadora, Juan Vicente González. (Colección Pensamiento Político Venezolano del Siglo XIX, vols. 2 and 3) (Caracas, 1961), p. 459. En el Certamen realizado en la Universidad de Caracas el 28 de octubre de ese mismo año se presentó la siguiente proposición: “El nombre de Bolívar es la propiedad más hermosa de Venezuela, y su gloria el ornamento del Nuevo Mundo”; Pedro Pablo del Castillo, Al Libertador en su primer centenario (Caracas, 1883), p. 5.
Santiago Terrero Atienza, Conferencias sobre prácticas del sistema representatico en Venezuela (Caracas, 1890), pp. 55-56.
Alejandro Fuenmayor, La vida del Libertador. (Ensayo sobre la vida del Padre de la Patria, considerada como tema vital de educación en la escuela active venezolana) (Caracas, 1940), p. 89.
Enrique María Dubuc, Oración fúnebre. (Con motivo de la translación de los restos mortales del Libertador y Padre de la Patria, Don Simón Bolívar, el día 17 de diciembre de 1942) (Caracas, 1942), p. 26.
Esteban Gil Borges, “Discurso pronunciado en la Universidad de Georgetown, Washington, D.C., el 17 de diciembre de 1930, en los actos conmemoratorios del Centenario de la Muerte del Libertador,” en Discursos en homenaje al Libertador (Caracas, 1939), p. 48.
Antonio Luis Mendoza, Discursos del Padre Mendoza (Valencia, Venez., 1897), pp. 64-65.
Lisandro Alvarado, “El alba de oro,” en Obras completas de Lisandro Alvarado, comp. by Santiago Key-Ayala (Caracas, 1958), VII, 137.
Críticas de sinceridad y exactitud (Caracas, 1921), p. 47.
Eleazar López Contreras, El pensamiento de Bolívar Libertador (Biblioteca de autores y temas tachirenses, No. 33) (Caracas, 1963), p. 19.
Gazeta de Caracas, en edición facsimilar de la Academia Nacional de la Historia (Paris, 1939).
Briceño-Iragorry, “Discurso como Presidente,” p. 10.
Eleazar López Contreras, El triunfo de la verdad (Mexico City, 1949), pp. 319–320.
Rafael Loreto Loreto, ed., Un año en el poder—1941–5 de mayo–1942 (Caracas, 1942), pp. 84-85.
Ibid., p. 73.
Ibid., p. 19.
Véase el Capítulo III de mi obra El culto a Bolívar, ya mencionado en n. 2 supra.
Antonio Arráiz, Todos iban desorientados (Buenos Aires, 1951), p. 20.
José de Austria, Bosquejo de la historia militar de Venezuela (Madrid, 1960), p. 88.
Fermín Toro, “Resumen de la geografía de Venezuela,” en La doctrina conservadora, Fermín Toro. (Pensamiento Político Venezolano del Siglo XIX, vol. 1) (Caracas, 1960), p. 375.
Se refiere a la obra de Rafael María Baralt en dos partes que llevan por título Resumen de la historia de Venezuela desde el descubrimiento de su territorio por los castellanos en el siglo xv, hasta el año de 1797 y (con Ramón Díaz) Resumen de la historia de Venezuela, desde el año de 1797 hasta el de 1830.
Fermín Toro, “Juicio crítico acerca de la Historia antigua y de la edad media, de Juan Vicente González,” en La doctrina conservadora, p. 399.
Boletín de la Academia Nacional de la Historia (Caracas), 60, no. 238 (abril-junio de 1977), 221-224.
Como ejemplo de la fuerza moral que de esto puede derivarse para un pueblo, viene el caso de lo dicho por Fermín Toro en la Convención de Valencia, de 1858, cuando Inglaterra y Francia intervenían militarmente en Venezuela luego del derrocamiento del gobierno de José Tadeo Monagas: “Es cierto que dos fuertes potencias, las más poderosas de Europa, amenazan a Venezuela; pero todos los venezolanos sabemos, señor, hasta dónde puede resistirse, hasta qué punto pueden conciliarse la independencia y el decoro nacional con la salvación misma de la República. Nadie necesita estas lecciones, el patriotismo inspira, la experiencia enseña. Venezuela resistiría, y resistiría haste donde fuera compatible con su seguridad interior, y jamás se estimaría menguada, cuando, habiendo hecho algún esfuerzo, apareciese vencida por las naciones más fuertes de Europa.” Fermín Toro, “Intervenciones en la Convención Nacional de Valencia (1858),” en La doctrina conservadora, p. 277.
Eduardo Blanco, Venezuela heroica (Caracas, 1935), p. 69.
Ibid., p. xxix.
José E. Machado, “La leyenda de Piar,” en Cobre viejo (Caracas, 1930), p. 210.
Ibid., p. 199.
Eduardo Blanco, “Coronación de Don Eduardo Blanco,” en Las noches del Panteón, p. 177.
Respuesta de los comisionados por el ministro Emilio Constantino Guerrero para llevar a cabo la coronación simbólica de Eduardo Blanco. Caracas, 24 de abril de 1911. En Blanco, “Cornación de Don Eduardo Blanco,” p. 232.
Caracciolo Parra-Pérez, Páginas de historia y polémica (Caracas, 1943).
Briceño-Iragorry, Mensaje sin destino, p. 40.
Mario Briceño-Iragorry, en El sentido de la tradición, citado por Efraín Subero, Ideario pedagógico venezolano (Caracas, 1968), p. 102.
Briceño-Iragorry, Mensaje sin destino, pp. 23-24.
Ibid., pp. 122-123.
Jesús María Coronado, Homenaje al Primer Centenario de nuestra independencia. (Discurso pronunciado en la plaza de Valle de La Pascua el 5 de julio de 1911) (Caracas, 1912), p. 10.
Joaquín Gabaldón Márquez comenta lo que Carlos Pereyra ha señalado, “con algún fundamento,” como “la ausencia casi total de cuestiones sociales en la historia de las contiendas políticas venezolanas … Atribuye Pereyra ‘el escaso movimiento político, ya sea normal o revolucionario,’ entendiendo por ‘movimiento político’ no la simple lucha de los bandos personalistas encontrados, sino el planteamiento substancial de los problemas de la organización nacional, a causas diversas, entre otras, al agotamiento y la deformación psicológica que produjeron las guerras de independencia en esta parte de América.” Joaquín Gabaldón Márquez, “Ideas políticas en la historia de Venezuela,” en Archivos de una inquietud venezolana (Madrid, s.f.), p. 299.
Domingo A. Olavarría (Luis Ruiz), Historia patria, décimo estudio histórico-político. Refutación al “Manifiesto Liberal” de 1892, 2da ed. (Valencia, Venez., 1895), pp. 11-12.
Briceño-Iragorry, Mensaje sin destino, pp. 118-119.
Ibid., p. 80.
Ibid., p. 118.
Mariano Picón Salas, ‘Auditorio de juventud,” en Comprensión de Venezuela (Biblioteca Popular Venezolana, No. 34) (Caracas, 1949), pp. 159-160.
Toro, La doctrina conservadora, pp. 171-172.
”Another interpretation of combat behavior holds that the effective soldier is motivated either by a sense of national patriotism or by a belief that he is fighting for a just cause. Such a viewpoint holds that combat performance depends upon the soldier’s commitment to abstract values or the symbols of the larger society. The effective soldier, in other words, is an ideologically inspired soldier … .” Gwyn Harries Jenkins and Charles C. Moskos, Jr., “Armed Forces and Society,” Current Sociology, (London), 29 (1981), 72.
Blanco, Venezuela heroica, p. xxxii.
Miguel León Rivero, “Por la verdad histórica y de patriótica justicia”; A. Rojas, Biografía de Eulalia Ramos Sánchez de Chamberlain (Caracas, 1925), p. 3.
Blanco, Las noches del Panteón, p. 20.
Blanco, Venezuela heroica, p. 303. Monseñor Enrique María Dubuc se lamentaba de que: “Para muchos, nuestro Grande Hombre no excede la categoría de un simple guerrero afortunado; otros, tristes herederos de Caín, sólo han sido impresionados por sus naturales imperfecciones, como si no perteneciera a los grandes hombres tener grandes defectos. “ Dubuc, Oración fúnebre, pp. 25-26.
Organo del Ministerio de la Defensa (Caracas), Nos. 233-234, p. 29.
Manuel Díaz Rodríguez, “Centenario de la victoria,” en Sermones líricos, pp. 126-127.
Federico Nietzsche, De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos para la vida (Buenos Aires, 1945), pp. 20-21. Cuando utilicé estos conceptos en mi obra El culto a Bolívar, ignoraba el texto de Nietzsche y me basé en la reflexión sobre testimonios como el siguiente, de Monseñor Nicolás E. Navarro, al comentar los homenajes rendidos al Mariscal Antonio José de Sucre: “las fibras más íntimas del corazón se enardecen, el recuerdo de las fechas clásicas de nuestra magna epopeya viénese a la mente y, sacudiendo las pesadumbres que puedan agobiarle, trasládase el espíritu á aquellos días homéricos para bañarse en las olímpicas claridades que fulguraron en el génesis de nuestra nacionalidad … para soñar, en fin, con análogas épocas, en que la patria, impelida a través de todos los progresos por legítimos descendientes de aquellos héroes, cuanto a la abnegación y sublimidad de miras, surja vigoroza de las postraciones que la abaten para llenar plenamente su destino y ocupar puesto de honor en el banquete de los pueblos civilizados.” Nicolás E. Navarro, “¡Salve, Patria!” en Editoriales de “La Religión ‘ (Friburgo, 1900), p. 138.
Lisandro Alvarado, “Discurso pronunciado en el Colegio San Agustín,” Obras completas, VII, 229-230. El 21 de abril de 1909, en discurso pronunciado en el acto de instalación de la Sociedad Patriótica, dedica el pensamiento que la originó: “a los patriotas de 1810, a los primeros padres de la Patria, a los que acopiaron, con sabia paciencia y deliberación, para que nosotros miserablemente los dilapidáramos después, casi todos los elementos de la República.” “Instalación de la Sociedad Patriótica,” idem, p. 33.
Laureano Vallenilla Lanz, Fuerzas vivas (Madrid, 1963), p. 201.
Alberto Adriani, “Fragmentos epistolares,” en Estímulo de la juventud (Caracas, 1964), p. 423.
El Nacional, 27 de julio de 1964.
J. M. Núñez Ponte, Exposición presentado por el Dr. J. M. Núñez Ponte, Director del Colegio Sucre, al ciudadano Ministro de Instrucción Pública (Caracas, 1909), pp. 35-36.
Rafael Brunicardi, Por los caminos de la patria (Caracas, 1941), p. 95.
Key-Ayala, “Eduardo Blanco y la génesis de Venezuela heroica,” p. 189.
Ibid., p. 199.
Blanco, “Prólogo,” Venezuela heroica, p. 12.
Blanco, “Coronación de Don Eduardo Blanco,” p. 132.
Key-Ayala, “Eduardo Blanco y la génesis de Venezuela heroica,” p. 198.
”Título sonoro, hecho para pronunciarse con la boca llena de la grandeza de las palabras. Fué un acierto instintivo. Título feliz y afortunado. Condensaba el contenido; sonaba a marcha triunfal, a ‘cortejo de paladines’ y se popularizó rápidamente. Llegó a conquistar el alma de las multitudes. Se hizo proverbial. Cuando se habla de algo que desborda la realidad, que sacude y estremece de entusiasmo, hidalguías, noblezas, sacrificios, capaces de estimular hasta el límite de resistencia, la fibra humana, y se está ya entre el pasmo y la duda, se dice sencillamente: ‘eso es Venezuela heroica .” Ibid., p. 194.
Víctor Manuel Ovalles, “Venezuela heroica,” en Blanco, “Coronación de Don Eduardo Blanco,” p. 177.
Rómulo Gallegos, Cantaclaro (Barcelona, 1934), p. 148. “Venezuela heroica fue nuestra Ilíada y Eduardo Blanco, el anunciado, suspirado Homero de nuestra Epopeya.” Key-Ayala, “Eduardo Blanco y la génesis de Venezuela heroica,” p. 184.
Palabras del General Pedro Arismendi Brito al hablar de “Coronación de Don Eduardo Blanco,” p. 184.
Ovalles, “Venezuela heroica,” p. 177.
Ibid., p. 160.
Ibid., p. 177.
Blanco, “Coronación de Don Eduardo Blanco,” pp. 172-173.
Ibid., pp. 11, 173. Para Félix Quintero esta virtud de Venezuela heroica toma el carácter de una prescripción tonificadora: “Cuando el espíritu, fatigado por las inconsecuencias de las terribles luchas por la vida, duda de la eficacia de los grandes ideales, y se entrega abatido y triste al escepticismo, que lo esteriliza y lo deprime; cuando el corazón, anonadado por el sufrimiento, siente tardar las acompasadas pulsaciones y debilitar sus energías, haciendo palidecer las nobles pasiones, que lo levantan y enaltecen; cuando la voluntad decae y en sus ruinas funestas sepulta el carácter, la más hermosa de las prerrogativas del hombre, entonces, ábrase a Venezuela heroica. “
Andrés Ponte, Como salvar a Venezuela (New York, s.f.), p. 33.
Miguel Ramos Sucre, Contribución al sesquicentenario de nuestra independencia (Caracas, 1961), p. 9.
Rafael Fernando Seijas, El Presidente (Caracas, 1940), pp. 69-70.
Blanco, “Coronación de Don Eduardo Blanco,” pp. 123-124.
Eduardo Blanco, “Ante la estatua de Páez,” en Las noches del Panteón, p. 103.
Elias Pérez Sosa, “Un pensamiento que mata,” en La casa de Vargas. (Ensayo histórico-social) (Caracas, 1938), pp. 39-40.
Eleazar López Contreras, El triunfo de la verdad; Documentos para la historia venezolana (Mexico City, 1949), p. 321.
Francisco Aniceto Lugo, La revolución venezolana (Caracas, 1937), p. 95.
Palabras pronunciadas por el doctor José Salazar Domínguez, Gobernador del Estado Sucre, en el acto de apertura de la celebración de la Semana de la Patria efectuado en el auditorium de la Escuela Normal “Pedro Arnal” de Cumaná, el día 30 de junio de 1955 (Cumaná, 1955), p. 2.
”E1 culto a Carlyle,” El Nacional, 20 de noviembre de 1965.
César Zumeta, El continente enfermo (Colección Rescate, vol. III) (Caracas, 1961), p. 23.
Elias Pérez Sosa, El espíritu democrático del Libertador (Caracas, 1939), p. 31.
Pérez Sosa, “Un pensamiento que mata,” p. 39.
Mariano Picón Salas, Los días de Cipriano Castro. (Historia venezolana del 1900) (Caracas, 1953), p. 251.
Joaquín Gabaldón Márquez, El enlace de las generaciones (Caracas, 1960), pp. 196-197.
Pérez Sosa, “Un pensamiento que mata,” p. 39.
Augusto Mijares, “El fracaso del Libertador como político,” en Hombres e ideas en América (Caracas, 1946), p. 207.
Mariano Picón Salas, “Un joven arquetipo,” en Comprensión de Venezuela, p. 172.
Blanco, Venezuela heroica, p. 303.
Díaz Rodríguez, “Centenario de la Victoria,” p. 124. Eddie Morales Crespo complementa su crítica de la errónea concepción carlyleana seguida en América Latina con un llamado a reorientar el culto heroico: “Lo que en nuestro conglomerado de naciones sería auténticamente carlyleano debería estar constituido por una permanente exaltación y culto de nuestras individualidades de signo heroico …. Es que—por doloroso que resulte decirlo—nuestros verdaderos héroes parecen agotar su mensaje en las conmemoraciones académicas y no se hacen carne y lección de los pueblos a quienes interpretaron.”
Author notes
The author, Emeritus Professor of History of the Universidad Central de Venezuela, lives in Caracas.