Abstracto
En este artículo, María Moreno explora inicialmente los límites del consentimiento en su fundamental condición fluctuante o inestable en relación al yo interno de la dinámica integridad sexual de la víctima, y pasa a situarlo en el más amplio registro social, como parte menor o instrumento de otro instrumento de control mayor: la violación en sí misma. A través de una examinación de una serie de violaciones, algunas cometidas por civiles, otras por agentes del estado durante la dictadura militar, Moreno ilustra e ilumina las contradicciones de las categorías existentes que tienden a ocultar la violación no solo como un delito mayor, equivalente a asesinato, si no también en su calidad de arma de perpetuación de la economía simbólica patriarcal y elemento clave del arsenal de guerra. Y pregunta, la autora, si no es entonces necesario enfocar la violación fuera de la dimensión moral, directamente en la política. Termina volviendo al ámbito interno, con una meditación del poderoso rol liberador o sustentador de soberanía que el no consentimiento otorga tanto a víctima como perpetrador cuando ambos son sujetos oprimidos del sistema que los trasciende.
El título Imposible violar a una mujer tan viciosa corresponde a la economía de un refrán: quien roba a un ladrón . . . aunque las autoras del artículo publicado en la revista Anfibia hayan citado como su fuente una expresión de Teoría King Kong de Virginie Despentes.1 Aclarado esto: ahí voy. Un archivo de diseño casero—una tacita sobre un primoroso mantel—circula por internet: su nombre es Consentimiento sexual, algunos pensamientos sobre el psicoanálisis y la ley de Judith Butler, traducido por Laura Contreras, Florencia Gasperín, Lucas Morgan y Nayla Vacarezza.2 Empieza por un ejemplo bien familiar para los porteños: la sesión psicoanalítica. ¿acaso ese no es el espacio donde dos han consentido y sin embargo, sin saber por adelantado a qué han consentido? Butler nos recuerda en su artículo que, como el yo en el curso de un análisis, el yo del consentimiento no permanece igual en el curso del consentimiento mismo. Si como dice Gramsci, bajo condiciones de hegemonía el consentimiento es siempre manufacturado u organizado por poderes a los que nunca se ha consentido realmente, entonces el consentimiento sería siempre instrumento de una coacción y la libertad, si es que existe, duda Butler, sería algo completamente diferente al consentimiento. ¿Como es que la ley suele simplificar la idea de consentimiento bajo la figura del contrato para violentar con sus fallos a las mujeres y trans víctimas de ataques sexuales? Al pensar el consentimiento en términos de contrato, como lo hace la ley, sigue Butler, según los pensadores Michel Foucault y Guy Hocqenghem lo convirtieron en un discurso legal cuando los contratos no tendrían lugar en la vida sexual de la gente; ya que la gente suele experimentar una y otra vez lo que es opaco y no completamente conocible de su deseo. Porque decir sí significa al mismo tiempo deseo y miedo de experimentar, curiosidad y vacilación, ganas de probar y de conservar, superarse a sí mismo en prácticas hasta entonces desconocidas y desafío a encarar las consecuencias, querer ser sorprendido y mantener la ilusión conocida; y en el cumplimiento de todos estos vaivenes, a lo largo del tiempo, puede surgir a menudo el no, es decir la urgencia por detener la situación inmediatamente. “Si disponerse a los desconocido es parte de la exploración sexual y de la experimentación sexual, entonces ningún* de nosotr*s comienza siendo un* individu* enteramente auto-consciente, deliberad* y autónom* cuando consiente ¿cómo podemos comprender este ‘no saber’ no solo como parte de cualquier formación sexual, sino como un riesgo continuo del encuentro sexual, incluso como parte de su atractivo?”3 escribe Butler centrándose en la figura del consentimiento entre personas del mismo sexo, los ordenamientos legales como cruzadas de moralidad y la baja de la edad para el consentimiento no con espíritu libertario pro deseo de los niños sino, por ejemplo, en países como Filipinas, para permitir que una niña de 12 años sea casadera. Pero lo que hoy me gustaría transmitir es lo inspirador de Consentimiento sexual, algunos pensamientos sobre el psicoanálisis y la ley para pensar casos recientes de violación y muerte en la Argentina.
En una película traducida como Acusados, una camarera llamada Sarah Tobías es violada sobre la máquina El juego del millón por tres tipos a su vez victoreados por una runfla accionada a cerveza. Luego de que se condenara a los culpables a una pena menor bajo la figura de “imprudencia temeraria,” debido a una transa entre leguleyos corporativos y la fiscal Kathryn Murphy, quien descontaba que no encontraría las pruebas necesarias para una violación en grupo y dada la reputación de su cliente, ésta se le presenta en su casa en medio de una cena burguesa y sobrevolada por la preocupación por el grado de cocimiento de la carne y la arenga “Soy una borracha, una fumata, una drogadicta, una puta a la que se han tirado en un bar. Yo que todavía siento lo que es que me bajen la bombacha, me dejen con el culo al aire y me la metan tres tipos, espero que te hayan pagado bien por tu traición.” ¿En que momento el sí del consentimiento en Sarah, cambió hasta convertirse en un no angustioso? Seguramente no cuando se dejó besar por el borracho Danny con la esperanza de sacárselo de encima debido a que estaba, precisamente, borracho? Ni cuando se fumó un porro ni cuando le comentó a su amiga, también camarera, de lo bueno que estaba un tal Bob—cuando se la metió ella ya estaba herida y el cuerpo que se le había venido encima sólo le daba asco. Ni tampoco cuando oyendo su tema favorito en la rocolla, empezó a desplazarse en una danza sexy (rigurosamente vestida). Seguramente el sí inicial de Melina Romero y el de Lucía Pérez sufrieron una mutación del mismo modo atroz, pero la ficción en el caso de Acusados tuvo un final “feliz” que dejaré en un previsible suspenso aunque dudo de que alguien se interese por una película sobre violación como si fuera un policial simple ¿o sí? Butler ejemplifica como el deseo y el amor hacen endebles los contratos, como el que suelen hacer las parejas que quieren correrse de la zona de confort de su casalito exclusivo decidiendo—por lo general hay quien propone y hay quien consiente—encarar una relación no monogámica con la premisa de excluir el amor romántico. Un decidido entusiasmo puede acompañar de buena fe el plan que llevaría en principio la certeza de un acto de vivificación de la pareja pero hete aquí que se produce con un tercero un cierto exceso que desborda el deseo sexual y que el excluido rompe el contrato mientras que el “cofirmante” ha excedido sus términos. Escribe: “(. . .) a veces queremos ser algo para le otr* que no podemos ser , y entonces accedemos al sexo o a la no monogamia como un acto de amor que sobrepasa a quienes somos y a lo que podemos sostener, solo para luego reconocer, una mayor humildad en relación con lo que podemos hacer , y o que es psíquicamente manejable para nosotr*s”4 El modelo del contrato pensado desde el liberalismo político—¿reforzado ahora por el neoliberalismo efectivo con su énfasis en la desigualdad y el retorno de una política cuyo canibalismo ejercido sobre derechos creíamos imposible de imponerse?—supone un sujeto que sería intencional, volitivo y autónomo, y por eso responsable de asumir compromisos con los bienes y servicios contratados: por tanto es alguien ajeno a las fuerzas extrañas del deseo. Que la casa, al poco tiempo de alquilada, revele luego tras su flamante pintura, los caños viejos y agujereados a través de grumos y manchones sombríos, luego de un contrato firmado de buena fe, no hace comparable al locatario con la víctima de femicidio en nombre del deseo ni al dueño inescrupuloso con el victimario. Sin embargo los fallos injustos cuando no escandalosos siguen usando ese modelo tanto para la víctima como para el victimario: un acto inicial, a la manera de una firma que rubrica un compromiso voluntario, se vuelve una prueba sólo que, en el primer caso, de consentimiento; en el segundo, de la inocencia en el deseo de matar. La entrada al boliche de Melina Romero, la aceptación de una cita en el de Lucía Pérez estarían inexorablemente ligadas al desenlace de su muerte. Que Matías Gabriel Farías haya comprado facturas y Cindor lo haría inocente a pesar de su coacción sobre una menor—durante el juicio la defensa la hizo crecer hasta convertirla en el arquetipo de la mujer independiente que, cuando quiere y cómo quiere, sabe sacarse de encima a un acosador, coge con adultos y elige, cuando todos sabemos que esa autonomía es ilusoria a cualquier edad de la fragilidad human—el darle drogas sin límite y cogerla con violencia hasta provocarle la muerte. A Brian Petrillán, condenado a 12 años por apuñalar a su mujer, Erika Gallegos, dejándola paralítica, se le bajó la carátula de intento de femicidio a lesiones porque habría dicho antes de hacerlo “Te vas a acordar de mí,” lo cual, según los jueces y mediante una lógica digna de un Sherlock Holmes perverso, probaba que no quería matarla ya que recordar no es una capacidad de los muertos. A pesar del fallo condenatorio por la muerte de Diana Sacayán que inauguró la figura del travesticidio, los dichos durante y por fuera del juicio no dejaban de agitar que en la vida de toda travesti habría una fusión entre modo de vida y modo de muerte a la manera de un contrato irrevocable. El yo del consentimiento que culmina con la propia muerte y el yo del femicida son inestables—aun en la precaria figura de la premeditación y alevosía—pero es el final el que establece una diferencia tan radical que haría de uno y otro sujetos pertenecientes a economías antípodas. El consentimiento no cabe en un contrato, el deseo suele romperlo pero el crimen suele caer del mismo lado. Alguna vez (1989) escribí “Porque no hay equilibrio posible entre la vida y la muerte . Porque mientras Monzón respira en el banquillo de los acusados , Alicia ya no vive aquí, Alicia ya no vive.”5
El tema del consentimiento que campeó en el horror locuaz en las redes ante la cesárea de la que fue víctima una niña tucumana, luego de que se le demorara la aplicación de un aborto no punible—la biopolítica hoy parecería consistir en hundir las dos vidas y que una sobreviva luego de correr un alto riesgo de muerte—parece estar en el ranking de suplicios en relación a otras violaciones menos visibles o que aún en el sustrato progresista son menos audibles. Por ejemplo las que suceden en los cuerpos intersex. Luego de sumarse a la denuncia de la tortura ejercida sobre la niña tucumana, Mauro Cabral posteó “A los 11 años muchas niñas intersex ya han sido sometidas sin su consentimiento a procedimientos de normalización corporal. Ya les han cortado el clítoris, las han esterilizado, les han hecho vaginoplastias y dilataciones, las han sometido a innumerables revisaciones y exploraciones, y las han fotografiado y filmado. Todo eso a los 11. O a los 10. O a los 9, o a los 8, o a los 7, o a los 6, o a los 5, o a los 4, o a los 3, o a los 2, o a los 1, o meses después de haber nacido.” Y de haber consentido, incluso demandado una operación de “normalización corporal,” ¿no tendría derecho a renegar y denunciar ese acto al que, a la manera del contrato, se le impuso que era de una vez y para siempre y por su bien? En los campos de concentración de Argentina, los mismos que torturaban asistían o sabían de las sesiones en el quirófano, podían cortejar hasta buscar un consentimiento como si ellas fueran libres para aceptar una invitación a salir, de peluca y minifalda a Rond Point y a compartir un telo antes de la vuelta a capuchita. Las relaciones entre prisioneros y milicos en la ESMA, que provocaron el escándalo moral de Miguel Bonasso en Recuerdo de la muerte6 y tan lúcidamente contestados en el libro Traiciones de Ana Longoni7 que revelaba el imaginario patriarcal de los grupos revolucionarios cuando llamaban “traidor” al que “cantaba” y “traidora” a la que cogía no caben en la noción de consentimiento. Si para Gramsci el consentimiento viene ya manufacturado, ¿como se daría cuando alguien ha sido anulado como individuo y está indefenso ante otro que se cree dueño de regir sobre la vida y la muerte? La lectura tardía del libro Putas y guerrilleras de Miriam Lewin y Olga Wornat publicado en 2014 me provocó a retomar la reflexión sobre esa figura en un espacio donde no sería posible: el chupadero. El libro registra las violaciones perpetradas en los campos clandestinos de detención, pone en escena los avatares para ser considerados delitos de lesa humanidad y los debates actuales sobre los límites y avances de la justicia. Es obvio que fue tramado a la luz de la condición de sobreviviente de Miriam y de militante de Olga pero también atravesado por saberes diversos entre los cuales, los de la futura marea feminista no son menores. Porque, de entre los libros sobre la dictadura, sorprende en la bibliografía y en las citas, junto a los nombres de Hannah Arendt y Pilar Calveiro, los de un feminismo específico, no por eso separado de otras formas de voluntad radical como el anticapitalismo y la frontera de una revolución latinoamericana como los de Rita Segato y, en cierta medida, el de alguien más circunscripto al tema como el de Inés Hercovich. Al pensar estos delitos, ¿nuestro archivos actuales sobre abuso, violación y femicidio vendrían no tanto del gringo #MeToo, sino, más o menos deliberadamente o por una suerte de ósmosis política, de los construidos como este libro, sobre las prácticas del Terrorismo de Estado?
Para Rita Segato la violación no sería ni una patología ni un pasaje al acto de la dominación masculina. Más allá de los períodos históricos y las sociedades que no la consideraron un delito, es parte de rituales colectivos reglados y ordenados en determinadas circunstancias, un elemento fundamental para la reproducción de la economía simbólica patriarcal. En la ESMA , el responsable del campo, el Tigre Acosta prescribía la violación a los oficiales y beneficiaba a los suboficiales con excepciones no escritas. El mandato de violación al que alude Segato8 podía despertar en ciertos miembros de la patota el desafío de sustraer de la corporación violenta el cuerpo de una prisionera para recogerla bajo su tutela sin que eso le garantizara a ésta la sobrevivencia y sin que, a través de una clandestinidad dentro de otra, el transgresor escapara a los imperativos del jefe con que se medía, sin abandonar por eso una economía en común.
Subsumir es un verbo antifeminista; en su sonido, tan sibilino como “susurrar,” se oculta la desigualdad de las mujeres cuando se las subsume en “la humanidad,” en el advenimiento del socialismo, en la masa de pobres. En la mayoría de los procesos por crímenes de lesa humanidad, enseñan las autoras, a excepción de la condena perpetua del suboficial Rafael Molina, durante la causa por el campo La cueva, la violaciones son subsumidas en la figura penal del tormento. “Se trata de un error—escriben y el ejemplo es seguramente con deliberación, cotidiano y del ajuar masculino—porque la única forma de descartar una conducta delictiva a favor de otra sería la existencia de lo que se denomina concurso aparente. Se da cuando una conducta capta todo el contenido del ilícito de otra. Yendo a un extremo, cuando una bala mata además rompe la camisa. Hay daño y hay homicidio. Pero el homicidio absorbe el delito de daño, puesto que es mucho más grave. En el caso de la violación y tormentos, la violación no es menos grave que la tortura.”9 En el espacio judicial los delitos contra la integridad sexual son de “instancia privada,” es decir se requiere la acción de la víctima a excepción de que ésta no haya sobrevivido. El fiscal Pablo Parenti quien ha desestimado como consentimiento cualquier conducta de índole sexual de las mujeres sometidas en un campo de concentración, categorizándolas como violación, ha argumentado: “Pensamos que hay que mantener el requisito de la instancia privada, pensar en los efectos prácticos para proteger a la víctima porque somos conscientes de que hoy la administración de justicia puede ser lesiva, no está preparada. Este es un dato de la realidad. No tienen todas las herramientas ni conceptuales ni técnicas interdisciplinarias . . . Fue prudente entonces mantener el requisito de instancia privada, por argumentos jurídicos y por prudencia y entonces hacer un esfuerzo para que el sistema cambie y las personas puedan denunciar en condiciones adecuadas.”10
Sin duda esta contradicción—que precaria esta palabra—entre la demanda de que la violación sea considerada como un delito de lesa humanidad en su autonomía no incluible dentro de otra categoría y la protección a las potenciales denunciantes en riesgo de su posible revictimización, es el debate presente entre compañeres.
Si como escriben las autoras, el silencio de algunas sobrevivientes sobre las violaciones a las que fueron sometidas constituye una nueva victimización, y si entre las razones del silencio están la memoria de los compañeros muertos o desaparecidos, los presentes y los familiares, y el comprensible pudor, no habría que pensar entre todes a la violación decididamente fuera de una dimensión moral para situarla en la política? Acaso no es, en los términos de Segato, un ritual colectivo reglado y ordenado, performático y de cohesión en el que el sexo es sólo una mediación—en los relatos de Putas y guerrilleras abundan abrumadoramente las violaciones colectivas y sucesivas, renovadamente iniciáticas—que se usa para derrotar a distancia al grupo a combatir por otro medio que las armas? Y de ser así, ¿cómo mantener la especificidad de delitos a la integridad sexual?
Pero también, ¿cómo no detener la imaginación ante las puertas de la ley para elaborar relatos—ojo con la judicialización de la vida advierte Segato—donde el poder enemigo no esté, o ha sido derrotado en lo que, más allá de sus fisuras y de las estrategas de resistencia, él hacía efectivo pero también anunciaba una y otra vez como sobre la vida y la muerte sin límite en el tiempo y en el espacio? En Putas y guerrilleras hay un párrafo del testimonio que Graciela Fainstein, sobreviviente del centro Garage Azopardo, dio ante un periódico: “Cuando me llevaban al baño, una vez abiertas las esposas, empezaba un interminable recorrido por los pasillos—la venda siempre puesta—y un montón de manos me tocaban, me manoseaban, me bajaban las bragas, me metían sus dedos y sus penes entre las piernas, en mi vagina y se frotaban contra mí, me echaban el aliento a la cara, me lamían y . . . ¡me hablaban! Cuerpos sin caras, manos sin cuerpos, penes sin identidad, sin ojos, sin rostros. Lo que esos cuerpos me transmitían en ese momento ya no era lo mismo que en la tortura, era algo distinto, algo como desesperación, como angustia, como soledad, como anhelo, como pedido de socorro. Me hablaban mientras me tocaban, mientras derramaban su semen en mí, susurraban con voces que parecían venir de un mundo de angustia, de soledad y de locura, una desesperación que buscaba sosiego en ese contacto fugaz, torpe, absurdo, grotesco . . . Era horrible sentirse ciega y a merced de esas manos y de esos cuerpos, pero no había en esos momentos ni golpes, ni era el dolor de la tortura, era más bien el agobio, asco lo que sentía, algo que me pesaba y al mismo tiempo me sorprendía. ¡Aquellos hombres estaban desesperados y también sumergidos en el infierno! ¡Parecía que buscaban alivio con sus torpes gestos sexuales! Sentí su propia angustia derramarse en mí, junto con su semen.”11 Miriam Lewin y Olga Wornat interpretan este texto bajo la figura africana del Ubuntu por la que víctimas y victimarios se sentirían formando parte de lo mismo, un infierno común y un deseo de salir a la luz. Graciela la habría experimentado en ese instante. Pero para quien fue coautora de un libro titulado Ese infierno como Lewin, la distancia puesta por el pronombre parece descreer de todo infierno común como de la existencia de dos demonios. A mi me interesa ver en este testimonio la práctica efectiva del mandato de violación del que habla Segato, donde todo violador está siempre en merma respecto de su fantasma patriarcal, desposeído de sus poderes aún ante una mujer indefensa. Que Graciela Fainstein haya podido leer esto hasta el asco—precisamente el acto por el que el cuerpo expulsa al otro en un rechazo inevitable y desde el fondo de lo más profundo del cuerpo, las vísceras—que elija para los esbirros de los dueños de la vida y de la muerte, sustantivos como “soledad,” “angustia,” “anhelo,” “desesperación,” que sean ellos y no ella los sumidos en el anonimato, perdidas sus identidades en contactos juzgados como fugaces, torpes, absurdos, grotescos forman parte de las artes de la oscuridad, donde la palabra resistencia resulta precaria volviéndose invención, allí donde el Otro no solo no puede sino que no está; ya pertenecen a otra economía a la que la víctima ha logrado sustraerse. Es en este acto de memoria que Graciela Fainstein no incluyó en su libro Detrás de los ojos donde el no consentimiento alcanza,12 en el extremo del arrasamiento personal, la soberanía.
Notes
Arduino and Lorenzo, “Imposible”; véase también Despentes, King Kong Theory, 27.
Véase por ejemplo Segato, La escritura, 73.
Lewin y Wornat, Putas y guerrilleras, 352–53.
Citado en Lewin y Wornat, 354.
Citada en Lewin y Wornat, 166–67